LA LISTA DE SCHINDLER. SOBRE ABISMOS QUE EL DERECHO DIFÍCILMENTE ALCANZA
Juan Antonio García Amado
(Este escrito se publicó en 2003 como libro por la Editirial Tirant lo Blanch, de Valencia, como nº 7 de la colección “Cine y Derecho”. También se publicó, traducido al portugués por R. Menna Barreto y G. Schwartz, en 2009: A Lista de Schindler. Sobre abismos que o Direito dificilmente alcalça, Porto Alegre, Livraria do Advogado Editora).
“El totalitarismo es la gran novedad de este siglo, es la experiencia terrorífica que hizo temblar sus cimientos… ¿Los cimientos de qué? De todo, pero en particular de nuestras ideas racionales habituales. El totalitarismo expulsa de sí mismo y pone fuera de la ley al ser humano. Pero precisamente esa situación fuera de la ley, esta muerte masiva que es de mártires, aunque sean involuntarios, vuelve a traer a la mente del hombre aquello de lo que fue despojado, la columna básica de su cultura y de su existencia, la ley” (Imre Kertész, Un instante de silencio en el paredón).
INDICE
PRESENTACIÓN
I. FICHA TÉCNICA
II. LA PELÍCULA FRENTE A LA HISTORIA
1. La realidad de los hechos y la representación de los hechos.
2. Más que personajes, estereotipos.
3. Sutiles mensajes ideológicos.
III. LOS HECHOS, LOS PERSONAJES, LOS LUGARES.
1. Hechos
1.1. Los campos de concentración.
1.2. La explotación privada de los prisioneros de los campos.
1.3. El personal SS.
1.4. Organización y vida diaria de los prisioneros.
2. Personajes de la película
2.1. Oskar Schindler
2.2. Amon Goeth, comandante del campo de Plaszow
3. Lugares de la película
3. 1. El Campo de Plaszow
3.2. El gueto de Cracovia
IV. EL DERECHO ANTE EL NAZISMO: LUCES Y SOMBRAS
1. De los juicios de Nuremberg al Tribunal Penal Internacional
2. La persecución penal de los crímenes nazis después de los juicios de Nuremberg.
3. Indemnizaciones para los trabajadores forzosos.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
PRESENTACIÓN.
La lista de Schindler es generalmente mencionada como la película que rompe con el llamado tabú cinematográfico de las cámaras de gas, pues contiene una muy discutida escena en las cámaras de Auschwitz. Antes, los directores que filmaron historias ambientadas en el nazismo y el holocausto habían evitado rebasar esa barrera, compartiendo tácitamente la idea de que un horror de tal calibre superaba toda posibilidad de seria expresión directa y realista. Y así sigue siendo en gran medida. Baste recordar que en la reciente película Amen, de Costa-Gavras, hay una crucial escena en que el protagonista mira por la mirilla de la puerta de la cámara de gas y contempla la muerte que dentro está ocurriendo, pero al espectador no se le muestra nada de lo que su mirada ve. En cambio, la pretensión realista de Spielberg hace que no quiera ahorrar al espectador la contemplación de los detalles más escabrosos, si bien, como veremos, será muy criticado por el equívoco mensaje que en algunas escenas, como la misma de la ducha, se desprende sobre la verdadera intensidad del horror y sobre el destino de los judíos en los campos.
La película está marcada por la tensión entre dos circunstancias paralelas. Por una parte, la de ser una ficción que reproduce, o pretende reproducir, una historia verdadera, la misma que había sido novelada, con más pormenor, en el libro de Thomas Keneally Schindler´s List, originariamente publicado en 1982. Por otra, la de ser una película realizada con técnicas propias del estilo realista, con apariencia documental, incluso, en muchas ocasiones, pero que, a juicio de numerosos historiadores y críticos da una visión demasiado sesgada de la realidad, lo cual sería el precio que ha de pagar toda pretensión de recrear artísticamente un fenómeno tan abismalmente incomprensible como las prácticas criminales del nazismo. De ahí que sea tan enconado el debate entre quienes son partidarios del estilo propiamente documental y más pudoroso, por así decir, de la cinta Shoah, de Claude Lanzmann, el otro gran testimonio cinematográfico sobre el holocausto, y quienes prefieren las recconstrucciones al modo de Spielberg, especialmente por su capacidad para calar en un público masivo y generar en él la reflexión sobre lo que no debe caer en el olvido.
Como quiera que sea, este libro no tiene que ser de cine, sino de derecho, tomando como base la película que comentamos. Como estudio cinematográfico de la película podemos remitir al lector al magnífico libro La lista de Schindler. Steven Spielberg, publicado en 2001 por Arturo Lozano Aguilar. Por tanto, nos importan los problemas jurídicos que al hilo de la cinta cabe plantear. Y, naturalmente, si hablamos del nazismo y sus aberraciones, dichos problemas pueden ser prácticamente infinitos. Por esa razón hemos tenido que optar de salida entre una doble posibilidad: tomar pie minuciosamente en concretas escenas y particulares anécdotas de las que en la película se narran, para glosarlas en su alcance jurídico, de modo que por esa especie de vía inductiva pudiéramos acabar en el tratamiento de problemas jurídicos generales; o prescindir del detalle preciso y arrancar directamente de las preguntas más relevantes que al lego en leyes se le pueden suscitar al contemplar la película en su conjunto. Hemos elegido esta última alternativa. En consecuencia, no haremos análisis jurídicos de sucesos particulares de la película, sino que iremos directamente a las grandes preguntas que pueden inquietar a quien la contemple como exposición de los radicales abusos del nazismo. Y de esas grandes cuestiones, nos preocupará ante todo una: ¿cómo reaccionó el derecho, dentro y fuera de Alemania, cuando aquel putrefacto régimen terminó, con la derrota militar que puso fin a la Segunda Guerra Mundial? Al final de la película se muestra fugazmente la ejecución en la horca de Amon Goeth, el comandante del campo de concentración de Plaszow y, antes, responsable de la evacuación del gueto de Cracovia. Pues bien, eso es lo que queremos plantear, quién, cómo, cuándo, dónde y con qué argumentos jurídicos hizo justicia, si es que se hizo, a las víctimas del nazismo y a la vesania y el oportunismo de sus verdugos y beneficiarios.
Naturalmente, de los muchos problemas prácticos con que el derecho se topó a propósito del nazismo, dirigiremos nuestra mirada solamente a los que puedan tener más directa relación con lo que en la película se nos cuenta. En consecuencia, tres serán los focos principales de nuestra atención desde los miradores del derecho: cómo respondió (y responde) frente a los crímenes del nazismo el derecho internacional, y cómo los encajó en sus categorías y normas el derecho penal. Por último, nos preguntaremos también si se compensó de alguna manera a los millones de prisioneros que con su trabajo esclavo rindieron al Estado alemán y a tantas empresas alemanas grandísimos beneficios.
Pero antes de plantear esos asuntos de derecho nos pararemos en dos capítulos previos. Uno será la exposición, resumida, de las más destacadas objeciones que a esta cinta se han hecho desde los campos de la crítica ideológica e histórica. Y otro, una breve ampliación de los datos históricos, de manera que las posibilidades analíticas y críticas del espectador de la película se agranden con el conocimiento de más extensos y precisos datos de lo acontecido en el mundo y el tiempo que la película recrea. En suma, nuestro recorrido será así: del análisis de la película bajo la óptica de la teoría social pasamos a la historia real de los hechos narrados y al trasfondo histórico de los mismos, y desde ahí saltamos al derecho y nos preguntamos por su capacidad de reacción ante fenómenos de tal magnitud. Que la respuesta a esta última pregunta será un tanto escéptica, a la vista de las enseñanzas de la historia del siglo XX, es lo que justifica el largo subtítulo que hemos elegido y que nos sirve también de conclusión : abismos que el derecho difícilmente alcanza.
I. FICHA TÉCNICA.
Título original: Schindler’s List
Año: 1993
País: Estados Unidos
Duración: 188 min.
Director: Steven Spielberg
Guión: Steve Zaillian (basado en la novela de Thomas Keneally)
Productores: Irving Goving, Kathleen Kennedy, Branko Lustig, Gerald R. Molen, Robert Raymond, Lew Rywin, Steven Spielberg.
Fotografía: Janusz Kaminski
Música original: John Williams
Diseño de producción: Allan Starski
Dirección artística: Ewa Skoczkowska y Maciej Walczak
Decorados: Eva Braun
Montaje: Michael Kahn
Reparto: Liam Neeson (Oscar Schindler), Ben Kingsley (Itzhak Stern), Ralph Fiennes (Amon Goeth), Caroline Goodall (Emilie Schindler), Jonathan Sagalle (Poldek Pfefferberg), Embeth Davidtz (Helen Hirsch), Malgoscha Gebel (Victoria Klonowska), Shmulik Levy (I) (Wilek Chilowicz), Mark Ivanir (Marcel Goldberg), Michael Schneider (Juda Dresner), Anna Mucha (Danka Dresner), Adj Nitzan (Mila Pfefferberg), Ezra Dagan (Rabino Lewartow), Hans-Michael Rehberg (Rudolph Höss), Daniel Del Ponte (Josef Mengele).
II. LA PELÍCULA FRENTE A LA HISTORIA.
Imre Kertész, reciente premio Nobel de literatura y sobreviviente de los campos de concentración nazis, escribió lo siguiente sobre la película de Spielberg: “Sí, el sobreviviente contempla con impotencia cómo le quitan su única posesión: las experiencias auténticas. Sé que muchos no coinciden conmigo cuando califico de kitsch la película de Spielberg La lista de Schindler. Dicen que Spielberg prestó un gran servicio a la causa por cuanto su película atrajo a los cines a millones de personas, muchas de las cuales no mostraban normalmente interés por el tema del «holocausto». Puede ser. Pero ¿por qué debo yo, sobreviviente del holocausto y poseedor de otras experiencias del terror, alegrarme de que sean cada vez más las personas que ven estas experiencias en la pantalla… de manera falsificada? Es evidente que el norteamericano Spielberg, quien, por cierto, aún no había nacido en la época de la guerra, no tiene ni idea -ni puede tenerla- de la auténtica realidad de un campo de concentración nazi (…) Veo el mensaje más importante de su cinta en blanco y negro en la multitud victoriosa que al final de la película aparece en color; pero considero kitsch cualquier descripción que no implique las amplias consecuencias éticas de Auschwitz y según la cual el SER HUMANO escrito con mayúscula -y con él, el ideal de lo humano- puede salir intacto de Auschwitz. (…) Considero kitsch cualquier descripción que procura tratar el holocausto de una vez para siempre como algo ajeno a la naturaleza humana y expulsarlo del ámbito de experiencias del hombre. Además, considero también kitsch degradar Auschwitz a un simple asunto entre alemanes y judíos, o sea, a algo así como una incompatibilidad fatal entre dos colectivos; prescindir de la anatomía política y psicológica de los totalitarismos modernos; no concebir Auschwitz como una experiencia universal, sino como algo limitado a los directamente afectados. Por otra parte, considero kitsch todo cuanto es kitsch” (Un instante de silencio en el paredón, p. 92).
Las palabras de Kertész sintetizan en buena parte el tono general de las objeciones que a la película se han puesto desde las filas de la crítica cultural y de algunos sobrevivientes del holocausto. Junto a la entusiasta recepción del público y la crítica cinematográfica, unos pocos autores han venido denunciando la película por sus numerosos falseamientos, por sus abundantes simplificaciones de la realidad histórica o el drama moral y por sus negativas consecuencias ideológicas, derivadas de que, sutilmente, produce más refuerzo de estereotipos negativos y rancios que auténtica reflexión ética y política.
Trataré a continuación de resumir los más relevantes y repetidos de esos reproches. Los sistematizaré según que se refieran a los hechos, los caracteres y la ideología de fondo.
1. La realidad de los hechos y la representación de los hechos.
La crítica cinematográfica coincide en atribuir a Spielberg un propósito de realismo, bien visible en el uso del blanco y negro y en ciertos planos que recuerdan el estilo del documental. Sin embargo, bajo ese rasgo estilístico se escondería una gran falta de fidelidad histórica en el tratamiento de los hechos. Semejante crítica se vincula con varios datos principales: lo poco verosímil de ciertas escenas que se representan, lo engañoso de la historia que se cuenta y del modo como se cuenta, unido a lo que se silencia y no se muestra.
Respecto de lo primero, pongamos un solo ejemplo, señalado por un crítico alemán (Kramer): en la película, los prisioneros judíos polacos hablan con toda normalidad con los alemanes. Desaparece así uno de los elementos esenciales del caos de la convivencia en los campos, como era la difícil comunicación en aquella torre de Babel de lenguas en la que, además, los prisioneros que no conocían el alemán, y que eran la mayoría, tenían muchas menos posibilidades de sobrevivir. Los atajos expresivos que el cine, y especialmente el de Hollywood, necesita se cobran el precio de la simplificación de la realidad. Toda la literatura escrita por los supervivientes muestra a los prisioneros en una situación en sí misma incomprensible y envueltos, además, en una circunstancia de muy difícil comunicación, tanto entre ellos mismos como con sus guardianes. De esto en la película no hay rastro apenas, y es este una paso crucial en la trivialización de la vida de los campos: hacer que el espectador comprenda significa ocultarle la real situación de radical incomprensibilidad e incomunicación que supuestamente se le quiere describir.
En cuanto a lo engañoso del modo en que se combina lo que en la película se narra y lo que se calla, podemos mencionar varios aspectos. Se ha insistido mucho, en primer lugar, en la desfiguración que supone presentar como asunto central de una película sobre el holocausto lo que no fue la regla, sino la excepción. Porque la regla, lo “normal”, no fue la salvación, sino la aniquilación, la muerte en las cámaras. Lo “normal” no era que por las duchas de Auschwitz saliera agua, sino zyklon-b, el gas letal. Como apuntan Kramer o, entre nosotros, José A. Zamora, se embellece la realidad de Auschwitz al presentar una excepción donde apenas las hubo. En el mismo sentido dice Omer Bartov que el transformar un caso completamente extraordinario en un segmento representativo de historia, dejando al margen el caso del holocausto más real, supone una distorsión de la realidad, realidad que fue la de la aniquilación industrialmente organizada. Pasa a segundo plano que la mayoría de los judíos murieron, que la mayoría de los alemanes colaboraron con los asesinos o fueron cómplices pasivos, que la mayoría de las víctimas enviadas a las duchas fueron gaseadas y que la mayoría de los supervivientes no caminaron por campos verdes hacia Palestina ni llegaron a la tierra prometida (como muestra el final de la película), pues no tenían adonde ir.
Según ese mismo autor, la película sufre bajo dos exigencias contradictorias, habituales en las narraciones cinematográficas del pasado: la pretensión de autenticidad histórica y la pretensión de que ganen la bondad y la decencia, el bien sobre el mal. En el caso del holocausto, lo común fue la victoria del mal, en cuanto que la mayoría de las víctimas murieron. Por tanto, el holocausto que Spielberg retrata no es el más real, es la excepción puntual. La historia de Schindler es cierta, pero no es, en absoluto, representativa. En cambio, la historia más real y representativa es “irrepresentable” con arreglo a las convenciones de Hollywood. Frente al mensaje implícito de que el esfuerzo y la resistencia de los mejores y más honestos puede salvar la vida incluso en una situación como aquélla, lo cierto es que los supervivientes no fueron mejores que muchas de las víctimas, sólo el azar les salvó, excepcionalmente.
El mismo Bartov insiste en que lo criticable no es que no muestre a la gente en Auschwitz al ser gaseada, sino que la muestre no siéndolo; no que no enseñe los cuerpos deteriorados de los prisioneros, sino que exponga sanos y atractivos cuerpos desnudos de mujeres jóvenes cuyos peinados recuerdan la moda actual. En palabras de Cheyette, los espectadores contemplan las grandes filas que esperan ante las cámaras de gas en Auschwitz, pero la impresión que queda es la de la salvación en verdaderas duchas. Del mismo modo, vemos a Mengele y al resto del personal del campo a través de esos ojos de quienes se salvan y apenas los padecen. Desaparece así todo realismo en la película y, además, se trivializa la yuxtaposición de vida y muerte. A los que sobreviven no se les aprecian realmente los efectos de la muerte que todo lo corroe alrededor. Un ejemplo de esa mañosa superposición es que, por un lado, se ha mostrado el montón de dientes de oro extraídos a los asesinados; y, por otro, con un diente de oro de un judío de Schindler se fabrica su anillo con la inscripción.
En realidad, como indica Kramer, Spielberg no hace más que seguir las pautas habituales de Hollywood: nos identificamos con los protagonistas y éstos sobreviven. Son los personajes no centrales los que mueren. Así, la lógica de la supervivencia y la muerte es artificiosamente adaptada a nuestras necesidades identificatorias.
Con todo esto el éxito de la película se garantiza, a costa de producir más satisfacción que escozor. Según el duro veredicto de Bartov, la película conforta muchas sensibilidades sin apenas herir otras: para los alemanes, sirve para mostrar que no todos fueron colaboradores de la masacre; los sionistas encuentran en las escenas finales la idea que da sentido retrospectivo a los sucesos y tranquiliza frente a la imagen de tantos judíos caminando “como ovejas al matadero”; los cristianos y humanistas bienpensantes ven reaparecer la imagen del buen samaritano y la esperanza de una decencia humana que surge hasta de los sentimientos más innobles y en las situaciones más desesperadas, humanizando así hasta el mismo mal. La imagen, pues, que permanece en el espectador, es tranquilizadora y estimulante. No sería en esto una excepción la película que comentamos, pues, como ha resaltado Judith Doneson, esa es la tendencia general de las películas sobre el holocausto, ya que la mayoría de ellas ofrecen una imagen distorsionadora. Los que salvaron judíos fueron muy pocos y, sin embargo, a tenor de las películas, parece “que durante esa era de espanto la bondad atravesaba Europa”, pues en la mayoría de esas cintas aparecen cristianos gentiles intentando salvar las vidas de débiles y pasivos judíos.
2. Más que personajes, estereotipos.
Se ha reprochado que La lista de Schindler encierra una estética maniquea, que se pone de manifiesto especialmente en los caracteres de los personajes. Las críticas aquí se concentran en el modo de presentar el contraste entre Schindler y Goeht, el comandante del campo de Plaszow, y en la representación que se hace de los judíos.
Según Bartov, los caracteres de la película son estereotipos cinematográficos: un malo que es la maldad y perversidad absoluta (Goeth), un bueno cuyo mefistofélico y ambivalente carácter va desapareciendo a medida que la película avanza y que se convierte en la quintaesencia del bien, y unas víctimas, los judíos, que figuran como el simple background para la heroica, épica lucha entre el bien y el mal. Schindler y Goeth son estereotipos al modo de Hollywood, más caricaturas que caracteres (Hartman, Horowitz). Spielberg traza algo así como una simetría o imagen invertida de Schindler y Goeth, como si en ellos se encarnaran cualidades morales opuestas cuya contundencia e indiscutible presencia hiciera ociosa toda reflexión psicológica, social, política o ética. Lo absoluto del bien y del mal y su inmediata evidencia le ahorran al espectador la reflexión y el esfuerzo por penetrar en la circunstancia histórica. Como ha destacado Cheyette, esa contraposición metafísica deja al espectador sin necesidad de preguntarse qué convierte a una persona en un aborrecible asesino nazi y permite al espectador tomar partido por la palmaria verdad sin necesidad de compromiso moral personal y autoexamen.
Muy interesantes resultan las observaciones sobre el hecho de que presentar a Goeht como un psicópata supone desfigurar la realidad común a la mayor parte de los ejecutores nazis, quienes eran, en los términos del libro de Christopher Browning, ordinary men (entre nosotros el libro se ha publicado con el título Aquellos hombres grises), tipos corrientes. Así lo señala Robert Leventhal, siguiendo a Zygmunt Bauman: convertir a Goeth en un sádico, demonizarlo y pintarlo como un monstruo excepcional es ocultar lo más inquietante y horrible del nazismo como fenómeno social, el hecho de que la mayoría de los que movían su maquinaria de muerte no eran asociales desviados, sino gente que podría superar cualquier test de normalidad e integración social, buenos padres de familia, probos funcionarios y ciudadanos sin tacha. Quedaría así ignorado el fenómeno más identificatorio del nazismo y que Hannah Arendt denominó para la posteridad como “la banalidad del mal”. Más adelante aludiré al modo como ese mismo carácter perfectamente “normal” y exento de cualquier pizca de sentimiento de culpa o inadaptación social se aprecia en el más famoso de los comandantes de campo, Rudolph Höss (quien también aparece fugazmente en la película, interpretado por Hans-Michael Rehberg).
Muy certeras suenan la consideraciones que la crítica más aguda ha hecho sobre el modo en que los judíos nos son presentados en la película. Curiosamente, las cualidades y los caracteres con que se nos aparecen coinciden con los tópicos antisemitas. Los vemos comerciando en el mercado negro, buscando beneficio económico, tratando de esconder oro o joyas, individualistas e insolidarios, etc. Como ha estudiado Doneson, en las escenas del gueto abundan los ejemplos de comportamiento insolidario de los personajes judíos que van apareciendo. Además, salvo Itzhak Stern, ni un solo judío exhibe una pizca de valentía. Spielberg, a diferencia de la novela, no hace ni una sola mención de las labores solidarias (hospitales, orfanatos, lugares para los viejos…) que grupos de judíos realizaban en el gueto de Cracovia, ni de los movimientos de resistencia que allí se organizaron. Las simpatías que la película despierta se proyectan sobre Oskar Schindler, un alemán, un ario, por lo demás, mientras que los judíos no serían más que el detonante que, con su sufrimiento, hace nacer en Schindler la bondad que a él le redime y santifica y a ellos simplemente los salva, a pesar de su avaricia, su cobardía, su victimismo, etc.
También se ha objetado a Spielberg el haber reflejado otro de los lugares comunes del más zafio antisemitismo de la época: la oscura, turbia sexualidad de la mujer judía. La imagen que la propaganda nazi dibujaba de dicha sexualidad es la misma que parece expresarse en las actitudes de Helen Hirsch, la sirvienta judía de Goeth. En realidad, ha habido quien, como Horowitz, ha criticado todo el tratamiento de los personajes femeninos de la película. Según esta autora, en la película las mujeres quedan, en cierto sentido, al margen de la guerra entre los nazis y los judíos. Los protagonistas masculinos se acuestan con mujeres arias, no con judías. Y esas mujeres arias no tienen personalidad más allá de su función sexual, de la misma manera que las mujeres judías tampoco tienen vida al margen del campo. Los personajes femeninos de la película son “moralmente inertes”. En eso aparecen asimiladas a los judíos y unas y otros se representan según un estereotipo reificado, como categorías naturales de género o raza.
3. Sutiles mensajes ideológicos.
La lectura de la película en términos de crítica ideológica ha dado resultados sorprendentes y muy dignos de atención. Mencionaré sólo tres asuntos: la vinculación entre sexo y violencia, el mensaje sionista y la moraleja cristiana.
La presencia de contenidos sexuales, más o menos larvados, ha sido reprobada por numerosos tratadistas. Se destaca sobre todo la escena entre Goeth y Helen Hirsch y, muy especialmente, la escena de la ducha en Auschwitz. Habría sutiles elementos de la estética sadomasoquista que se hace explícita en otras películas ambientadas en el nazismo, como Portero de noche. Son muchos los que reprochan a Spielberg los equívocos, ya señalados, en el tratamiento del personaje de Helen Hirsch o el modo como la cámara se demora en la belleza de los cuerpos femeninos enmedio del horror de la inminente posibilidad de muerte en la cámara de gas. Según nos cuenta Horowitz, la escena de las duchas fue incluida por la insistencia de algún productor que quería hacer más comercial la película. Por consiguiente, tanto el contenido de la escena (cuya música, tono, iluminación, etc. son diferentes del resto de la película), como las circunstancias de su producción demostrarían su propósito de construir una imagen erótica de las víctimas femeninas del holocausto. Es curioso que en una entrevista Spiegel Online, publicada el reciente 9 de enero de 2003, Miezyslaw Pemper, uno de los “judíos de Schiendler”, que en la realidad había sido además el escribiente privado de Amon Goeth (en la película Spielberg fundió en un único personaje su figura y la de I. Stern), dice que lo que menos le gusta de la película es la escena de la bodega con Helen Hirsch, aunque reconoce que en todo film de Hollywood debe haber concesiones al erotismo.
Lo anterior, curiosamente, choca con el tipo de moral sexual que la película nos propone y que se aprecia en las consideraciones que la propia Horowitz expone. La metamorfosis espiritual de Schindler va acompañada del cambio en sus comportamientos sexuales: cuando se hace bueno besa castamente y acaba prometiéndole fidelidad a su esposa. Con ello, como dice esta autora, genocidio y fornicación se presentan como moralmente equivalentes, en cuanto que la bondad implica el rechazo de ambos.
Los elementos de proselitismo sionista han sido destacados, entre otros, por la misma Horowiz, que los sintetiza en la siguiente frase: “después de las cenizas de Auschwitz, el nacimiento de Israel”. Al final de la cinta, el soldado ruso les dice a los judíos de Schindler , muy poco verosímilmente, que no pueden ir ni al Este ni al Oeste. Está claro que el único camino posible es el de Sión. No se ve a los judíos salir a buscar comida en la Checoslovaquia en la que se encuentran, sino que echan a andar hacia su destino en Israel y en ese momento el blanco y negro cambia a color para simbolizar el tránsito del pasado al presente, al presente en Israel, y ello al ritmo de la canción Jerusalem of Gold, que fue un éxito de Naomi Shemer en 1967, durante la Guerra de los Seis Días.
En cuanto a la latente apología del cristianismo, con sus consiguientes ocultaciones de realidades históricas, es muy bien retratada por Horowitz. Así, en la película, cuando Schindler aún no era bueno visitó la iglesia para hacer un contacto de negocios. Luego, cuando se está redimiendo, ya va a la iglesia con respeto y allí se sienta detrás de su esposa y reza. Al final, cuando los judíos van detrás de él hacia la salvación definitiva, hace la señal de la cruz. Esa amalgama de judaísmo y cristianismo (Schindler le dice al pastor que vaya preparando la Sabbath) también es ideológicamente distorsionadora, pues esconde la honda historia del antisemitismo cristiano en Europa. En cambio, en la película el judaísmo es redimido por el cristianismo.
III. LOS HECHOS, LOS PERSONAJES, LOS LUGARES.
1. Hechos.
1.1. Los campos de concentración.
Hay dos etapas en los campos de concentración del nazismo. En la primera, que comienza ya en 1933, se usan para internar a opositores, presos políticos. En la segunda, que empieza en 1938-39 y va hasta 1945, se convierten en centros de internamiento ilimitado de judíos y prisioneros de guerra extranjeros, principalmente rusos y de la Europa Oriental. A ellos se añaden los campos de exterminio, de naturaleza peculiar, auténticas industrias de la muerte donde no permanecía más prisionero que los necesarios para los trabajos del asesinato masivo.
Los primeros campos son una creación de Goering para internar a la multitud de detenidos tras el incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933. Goering, ministro del Interior de Prusia en ese momento, deja manos libres a los jefes de las SA para levantar campos en los que encerrar a sus prisioneros al margen de formalidades jurídicas. Surgen así, rápidamente, casi setenta campos en todo el territorio alemán y en ellos se almacena a buena parte de los cincuenta mil detenidos políticos de esos meses. Un papel muy relevante, como modelo y lugar de formación del personal de los campos, lo cumplirá el de Dachau, cerca de Munich, inaugurada por Himmler el 22 de marzo de 1933.
Tras la liquidación de las SA la noche del 29 al 30 de junio de 1934, en la llamada “Noche de los cuchillos largos”, Himmler se hace con el control pleno de los campos, nombra a Theodor Eicke, comandante del de Dachau, inspector de los campos y le encarga que desarrolle un sistema común para todos los ellos. Eicke crea el sistema administrativo que los regirá y, sobre todo, las secciones especializadas de las SS que se ocuparán de la vigilancia en ellos.
A partir de 1935 la discrecionalidad para encerrar a cualquiera en un campo de concentración es total, pues el Decreto del Ministerio del Interior de 25 de enero de 1938 dispone que el internamiento puede decretarse “contra personas que por su comportamiento ponen en peligro la existencia y la seguridad del pueblo y del Estado”. Poco a poco el opositor político va perdiendo su mayoría entre los prisioneros de los campos, sustituido por el llamado Volksschädling, el sujeto nocivo para el pueblo. Así se etiquetará y se perseguirá con saña a homosexuales y objetores de conciencia, por ejemplo. A partir de 1936 se ordena el apresamiento y exterminio de los gitanos. En los campos se interna por entonces también a los judicialmente condenados de raza judía después de que han cumplido la pena prescrita en la cárcel. El 14 de diciembre de 1937 comienza el internamiento de los considerados delincuentes meramente potenciales, y el 1 de junio de 1938 se ordena el confinamiento en los campos de los llamados “asociales”: mendigos, vagabundos, proxenetas y prostitutas. Antes, en enero de ese mismo año, se había establecido el mismo tratamiento para los “vagos”.
Son creados nuevos campos, con más capacidad, y se cierran muchos de los primeros. Así van surgiendo los tristemente célebres de Sachsenhausen (1936), Buchenwald (1937), Flossenbürg (1938), Mauthausen (1939) o Ravensbrück (1939), éste dedicado al internamiento de mujeres.
Ya en esos años se fuerza a los internos a trabajar de modo brutal, fundamentalmente en canteras, aunque no con una finalidad económica y productiva, sino como mera táctica de degradación y aniquilamiento. Supuestamente, se trataba de educar mediante el trabajo. De ahí la cruel inscripción que existía primeramente en la entrada del campo de Dachau, y luego también en Auschwitz: Arbeit macht frei, el trabajo hace libre. No menos esperpéntica es la divisa que se coloca en el frontispicio de otros campos. En Buchenwald, A cada uno lo suyo, fórmula tradicional de la justicia; en Mauthausen, La limipieza es salud.
Desde 1937 comienza el interés en la explotación de los prisioneros como mano de obra y surge, con tal fin, la Empresa Alemana de Minas y Canteras, orientada al beneficio económico de las SS. Posteriormente se crearán también, como empresas ligadas a las SS, industrias textiles y de armamento.
Después de 1939 el número de alemanes internados en los campos descenderá hasta el 5%. El 14 de junio de 1940 se inaugira el campo de Auschwitz I con la llegada de 728 prisioneros polacos. Su comandante, el mismo que dirigió su construcción, es Rudolf Höss, de quien volveremos a hablar, pues es, junto con el mencionado Heicke, el prototipo del comandante de campo de concentración nazi. Precisamente en Auschwitz se asesinará a “todos los sujetos polacos que en el pasado hayan desempeñado cualquier cargo de responsabilidad, o que pudieran encabezar una resistencia nacional”, tal como ordenaba, el 17 de octubre de 1939, la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA). Unos setenta y cinco mil polacos fueron asesinados en Auschwitz en cumplimiento de tal mandato. Y más cruel aún fue el tratamiento dado a los prisioneros de guerra soviéticos en los campos nazis. De más de cinco millones y medio, morirán en ellos tres millones trescientos mil. Para los nazis, rusos y polacos eran parte de las razas inferiores que merecían aniquilación o simple esclavitud. En cuanto a los españoles, en el campo de Mauthausen se internó a 7300 republicanos entre 1940 y 1942, de los que sólo sobrevivieron 2000.
A partir de 1942 se intenta organizar la mano de obra de los campos para que sirva a la producción de munición y armamento. Ese propósito quiere combinarse con el del exterminio de grupos enteros y ese mismo año Himmler y Thierack, Ministro de Justicia, disponen que se envíe a los campos y se aniquile por medio del trabajo a judíos, gitanos, rusos, ucranianos y polacos que estuvieran en cárceles cumpliendo penas de más de tres años, y a los checos y alemanes que tuvieran condenas de más de ocho años.
El 20 de enero de 1942 tiene lugar, por iniciativa de Eichmann y convocada por Reinhard Heydrich, la llamada reunión de Wannsee, en la que se pone en marcha la organización de la llamada “solución final”, el exterminio masivo y planificado de los judíos. A partir de entonces es necesario distinguir, tal como muchos autores destacan, entre campos de concentración y campos de exterminio. En los primeros, como Dachau y los demás que hasta aquí hemos citado, se interna a los prisioneros. Se les hace objeto de un trato radicalmente degradante y brutal y se busca su aniquilación por el hambre, el trabajo, los malos tratos, etc, pero hay posibilidades de sobrevivir, pues no están organizados para el exterminio masivo e industrialmente desarrollado. En cambio, en los campos de exterminio perecen prácticamente todos los que llegan, pues son meras instalaciones para la muerte masiva, con toda la técnica material y organizativa al servicio de la mayor eficacia homicida. En dichos campos la muerte fue del 99,9% y apenas hubo en total un puñado de supervivientes. Son los campos de Belzec, Chelmno, Sobibor y Treblinka, así como Auschwitz II-Birkenau. Algunos campos, como el de Majdanek, tenían un régimen mixto de campo de concentración y campo de exterminio. En los campos de exterminio se ejecutaba de inmediato a cada remesa de prisioneros que llegaba, con la única excepción de los que eran apartados para realizar los trabajos de transporte de los cadáveres, limpieza de los crematorios, etc., quienes eran al cabo de pocos días o semanas ejecutados también. En el campo de Chelmno, por ejemplo, sólo dos prisioneros sobrevivieron; ningún prisionero judío salió vivo, en cambio, del Campo II de Sobibor. Aquí sólo se salvaron unos cincuenta de los trescientos que se rebelaron en el Campo I en octubre de 1943.
Tras la decisión de acometer la “solución final” con los judíos, el problema que se plantea a los jerarcas de los campos es fundamentalmente técnico: cómo matar del modo más rápido y efectivo a tantos millones de judíos como se quería ejecutar y cómo proceder con sus cadáveres. Se pone a prueba, así, la capacidad organizativa de los alemanes y se demuestra tan elevada como era de esperar.
En numerosos lugares de la Europa Oriental conquistada, los lamentablemente célebres Einsatzkomandos estaban ejecutando a cientos de miles de judíos mediante masivos fusilamientos y sucesivos perfeccionamientos de la técnica del tiro en la nuca. Mediante tiro en la nuca se asesinó también a 8500 prisioneros de guerra en Buchenwald y a 13.000 en Sachsenhausen. Pero se consideraba que este proceder suponía gran gasto de munición y un excesivo desgaste psicológico para los verdugos.
Una nueva invención se pone en marcha en el campo de exterminio de Chelmno: el camión de gas. Se gasea a los judíos, en grupos de cincuenta, dentro de remolques de camiones dotados como cámaras de gas. El gas ya se venía utilizando desde 1939 para la eliminación de enfermos mentales e incurables, dentro del llamado programa T4 de eutanasia. En 1941 se decide exportar este sistema a los campos de concentración del Este. El funcionario encargado del sistema de aplicación de la eutanasia, apellidado Brack, se presenta voluntario para adaptarlo a los campos. Las primeras pruebas con tal propósito las realizará en Belzec, cuyas instalaciones se inauguraron en 1942. De los camiones adaptados como cámaras de gas se ha pasado a la construcción de grandes cámaras, capaces de para miles de sacrificios diarios. En unos campos el gas utilizado es monóxido de carbono; en otros, como Auschwitz II-Birkenau, el famoso zyklon B (ácido cianhídrico), un descubrimiento de su comandante, Höss, del que se mostró orgulloso hasta el momento mismo de su propio ajusticiamiento. La primera prueba del Zyklon B se hizo, exitosamente, con 600 prisioneros de guerra en septiembre de 1941.
En realidad, las cifras hablan por sí solas en los cuadros siguientes.
Wolfgang Sofsky nos da la siguiente relación de algunos de los principales campos de concentración y de los de exterminio, de prisioneros en ellos y de muertos:
CAMPO CON- CENTRACIÓN |
AÑOS DURACIÓN |
INTERNOS |
MUERTOS |
Dachau |
1933-45 |
206.206 |
31.591 |
Buchenwald |
1937-45 |
238.979 |
56.545 |
Mauthausen |
1938-45 |
197.464 |
102.795 |
Neuengamme |
1938-45 |
106.000 |
55.000 |
Flossenbürg |
1938-45 |
96.217 |
28.374 |
Stutthof |
1939-45 |
120.000 |
47.000 |
Gross-Rosen |
1940-45 |
120.000 |
40.000 |
Auschwitz (I y III) |
1940-45 |
400.000 |
202.000 |
Majdanek |
1941-45 |
250.000 |
200.000 |
Mittelbau |
1943-45 |
60.000 |
20.000 |
Bergen-Belsen |
1943-45 |
125.000 |
50.000 |
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CAMPOS EXTER- MINIO |
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Chelmno |
1941-43 |
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225.000 |
Belzec |
1942-43 |
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600.000 |
Sobibor |
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250.000 |
Treblinka |
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974.000 |
AuschwitzII-Birke- nau |
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900.000 |
Los campos de exterminio no tienen en la tabla número de internos porque en ellos, como se ha dicho, no se internaba a nadie, sino que se ejecutaba de inmediato a los judíos que les eran enviados.
1.2. La explotación privada de los prisioneros de los campos.
Se reglamentó que las empresas privadas que quisiesen utilizar mano de obra de los campos podían solicitarlo a la Inspección de los Campos. Las SS examinaban las condicines de alojamiento y seguridad, para evitar las fugas, y daban el visto bueno. Los empresarios podían por sí mismos elegir el personal en el campo de concentración, y dicho personal era enviado a un destacamento que se situaba en las proximidades de la empresa. Por cada trabajador debían las empresas ingresar entre seis y ocho marcos al día en la cuenta de las SS. Por supuesto, los “trabajadores” no cobran, su régimen es de esclavitud. De ese régimen se beneficiaron empresas como Siemens, Daimler-Benz, Krupp, Volkswagen, Knorr, I.G. Farben, Dynamit Nobel, Dresdner Bank, BMW, AEG-Telefunken, Ford, Astra, Heinkel, Messerschmidt, Shell, Agfa, Solvay, Zeiss-Ikon, etc. Así, en las instalaciones de IG Farben en las proximidades de Auschwitz-Monowitz trabajaron 35.000 prisioneros entre 1941 y 1944. La expectativa de vida de los prisioneros explotados en dichas instalaciones de IG Farben era de entre tres y cuatro meses. Más, al fin y al cabo, que la de los que trabajaban en las minas de carbón, que no solían sobrevivir más allá de un mes. Durante ese trabajo esclavo murieron más de un millón de judíos. Para servir tanto a las empresas privadas como a las empresas de las SS o las empresas públicas de armamento y munición se crearon numerosísimos campos anexos o destacamentos exteriores a los campos principales. En enero de 1945 existían 662.
Ese interés en los prisioneros como mano de obra llevó a que en 1942 se dictasen a los comandantes de los campos instrucciones para mejorar el trato de los internos capaces de trabajar. Tal mejora fue escasa, dados los hábitos existentes entre el personal de las SS y la contradicción con otras normas reglamentarias que permitían, y hasta ordenaban, la aniquilación arbitraria y cruel de los prisioneros. De todos modos, esas mejoras relativas y parciales en el trato permitirán que algunos grupos de prisioneros puedan recibir paquetes con alimentos o puedan visitar los burdeles de los campos. Porque, sí, en efecto, el 29 de mayo de 1942 Himmler autorizó la creación de prostíbulos en los campos de concentración. Los primeros que se abren son los de Buchenwald, Sachsenhausen, Dachau, Mauthausen y Flossenburg. El 30 de junio de 1943 se inauguró el de Auschwitz I. A los judíos les estaba vedada la visita al prostíbulo.
Otro de tantos detalles espeluznantes de los campos nazis, que parece más propios de una imaginación desbocada que de haber ocurrido en la realidad, es que en numerosos campos existían, organizadas por los SS, orquestas de presos, que tocaban durante las llegada y selección de prisioneros o durante las ejecuciones, además de en las fiestas y veladas que organizaban tanto los guardianes como los propios jerarcas internos de los prisioneros. La realidad supera lo que en la película se ve cuando los SS ponen un disco con un vals de Strauss para la selección.
1.3. El personal SS.
Los guardianes del campo que vemos en la película pertenecen a las SS (Schutzstaffel), y en concreto al “cuerpo de calaveras” (SS-Totenkopfverbände), tal como oficialmente se les denominaba desde 1936. Precisamente una calavera lucían en su uniforme. Suya era la vigilancia de los campos desde 1934.
La mayoría de los SS recibían una formación en escuelas que los adiestraban en un férreo sentido de camaradería y, sobre todo, en una ciega obediencia y una lealtad sin límites al Führer y sus designios. Se les consideraba particularmente comprometidos con el cometido racial del régimen. Por ello, no podían contraer matrimonio sin consentimiento de la superioridad, la cual tenía que comprobar que la candidata a esposa reunía los requisitos de pureza racial e integridad moral que la convertían en una buena hembra reproductora. Regía una orden de Himmler, la Orden de esponsales y matrimonio, según la cual la aspirante a esposa debía ser sometida a un reconocimiento médico para comprobar que podía tener hijos y, además, tenía que acreditar que desde 1750 no corría ni una gota de sangre judía por las venas de su familia.
Sobre los judíos se les adoctrinaba con textos como el siguiente, que recoge Tom Segev en su libro Soldiers of evil: “aquella criatura que biológicamente parece completamente idéntica a los demás, con manos, pies y una especie de cerebro, con ojos y boca, es, sin embargo, un temible ser completamente distinto, es sólo un amago de ser humano, con rasgos similares a los humanos, pero que en su espíritu y su alma está muy por debajo de cualquier animal. Dentro de ese ser hay un atroz caos de pasiones salvajes y desenfrenadas: ímpetu destructivo, concupiscencia primitiva, indisimulable bajeza. No son más que seres infrahumanos”.
La camaradería significaba una total sumisión al grupo, ante el que cada SS tenía permanentemente que demostrar su plena disposición a la obediencia y la crueldad. En realidad, el comportamiento de los SS que vigilaban los campos estaba reglado por numerosas normas jurídicas. Por ejemplo, tenían prohibido aceptar regalos, dormir, tomar alcohol o fumar durante el servicio, así como soltar el arma o hablar con los prisioneros. Incluso regía la prohibición expresa de malos tratos y abusos. Pero, como muy convincentemente ha explicado W.Sofsky en su libro Die Ordnung des Terrors: Das Konzentrationslager, la apariencia de freno jurídico es engañosa, pues también regían numerosas reglas que dejaban las puertas abiertas para todo tipo de actos de terror, según la libre interpretación del vigilante. Así, se les permitía reaccionar a su discreción cuando, por ejemplo, el prisionero contactaba con civiles, comerciaba en el mercado negro, trabajaba sin esmero suficiente, se alejaba más de la cuenta del lugar de trabajo, etc., etc. Como nos dice el citado autor, las reglas, más que limitar el terror, eran definitorias de una esfera de poder absoluto. No asignaban responsabilidad, sino que garantizaban impunidad. Un buen ejemplo, uno de tantos, de lo que significan reglas sancionatorias o disciplinarias de textura completamente abierta.
Era tal el cúmulo de reglas que los presos debían atender, y tan impreciso su enunciado, que el cumplimiento simultáneo de todas resultaba imposible. Se hiciera lo que se hiciera, siempre se estaba en el supuesto de violar alguna norma, lo que facultaba al vigilante para reprimir a su antojo. En los términos nuevamente de Sofsky, “puesto que a los presos les estaba todo prohibido, al personal le estaba permitido todo”. Todo lo que se pudiese acoger a la evanescente perorata de la grandeza nacional y la superioridad de aquel pueblo de señores que, al parecer, era el pueblo alemán.
1.4. Organización y vida diaria de los prisioneros.
La sociedad de los campos de concentración era radicalmente desigual. El estatuto de los presos oscilaba entre los considerados infrahumanos, que padecían todo tipo de penalidades y atroces sufrimientos, y la aristocracia de los prisioneros, que llegaba a vivir lujosamente. ¿De qué dependía uno u otro destino en el campo? Determinantes eran, por supuesto, la suerte, la inteligencia y la capacidad de supervivencia, pero siempre sobre el trasfondo de una división de los prisioneros en categorías que marcaban el límite de la vida posible de cada uno. Los SS los clasificaban y cada cual portaba el distintivo que correspondía a su categoría.
Dicha clasificación no sólo tenía funciones de identificación; servía, fundamentalmente, para la estructuración interna entre los presos y el reparto de funciones y poder. En realidad, la organización de la sociedad del campo y la situación de cada preso dependía de la combinación de cuatro factores clasificatorios. Los resumimos siguiendo a Sofsky.
El primero, el criterio racial. Se dividía a los internos en humanos e infrahumanos. Esta última condición, subhumana, se atribuía a judíos, gitanos y eslavos (rusos, polacos..; los checos estaban en un lugar intermedio en esta escala). Este era el criterio dominante. Los considerados no humanos padecían las mayores crueldades y no podían acceder a los puestos y destinos mejores.
El segundo factor de catalogación era el origen geográfico y nacional. Los internos nórdicos, noruegos o daneses eran considerados arios y recibían mejor trato y destino que franceses, italianos o españoles.
El tercer factor era la condición política del prisionero. Los prisioneros políticos, los únicos que acostumbraban a tener alguna organización interna, especialmente los comunistas, solían ocupar los más altos destinos administrativos entre los internos, disputándose siempre esa condición con los “criminales”.
El cuarto factor era el encuadramiento social. Los considerados “asociales”, y especialmente los homosexuales, eran objeto de especial maltrato.
En consecuencia, quienes tenían las mejores posibilidades de sobrevivir en el campo, sobre todo a base de conseguir un buen puesto en el reparto de jerarquías y funciones, eran los prisioneros alemanes o “arios”, los “criminales” y los “políticos”. Las mejores perspectivas eran siempre, por supuesto, las que se presentaban a “criminales” o “políticos” alemanes.
Esos destinos y funciones que permitían mejores condiciones de vida, mejor alimentación, menos maltrato y posibilidad de acceder a objetos valiosos para el comercio dentro del campo, eran el servicio privado a los SS (solían buscar para esa labor sobre todo a los testigos de Jehová, internados por objetores), la enfermería, la cocina, los almacenes, las oficinas. En las palabras de Sofsky, el trabajo privilegiado proporciona la posesión de bienes, la posesión de bienes aumenta el capital social y las posibilidades de moverse en el mercado, y éstos, nuevamente, incrementan la probabilidad de conseguir un trabajo mejor. Y así sucesivamente. Gracias a eso algunos capos y decanos (luego veremos el significado de estos puestos) llegaban a tener sus habitaciones privadas, sus sirvientes, alimentos abundantes, buen licor y tabaco, joyas, etc.
Todo esto ocurría en el marco de un perverso sistema de autoadministración del campo, organizado por los reglamentos de la SS. Los guardianes SS se ocupaban de la vigilancia externa y de una especie de supervisión. Pero las tareas de orden y administración interna del campo las ejercían los propios prisioneros, conforme a un sistema de jerarquías y responsabilidades que, unido a la lucha por la supervivencia, acentuaba ferozmente los padecimientos y la práctica del terror.
Los SS nombraban, de entre los prisioneros, un decano del campo (Lägeralteste), responsable general del orden y la disciplina. Éste, a su vez, designaba un decano de cada barracón (Blockälteste), siempre con el visto bueno de las SS, y el decano de cada barracón podía nombrar su propio personal auxiliar. A todos ellos correspondía, en esta jerarquía, mantener el orden, hacer cumplir los reglamentos y reprimir las vulneraciones. Respondían personalmente y del estricto cumplimiento de su misión y de la consiguiente satisfacción de la SS del campo dependía que conservaran ese puesto que les libraba de los trabajos duros y les otorgaba privilegios que aseguraban su supervivencia. En consecuencia, muchos de los peores tratos que los prisioneros sufrían en el día a día provenían de sus propios compañeros detentadores de aquellos cargos.
Algo parecido ocurría con los grupos de trabajo (Arbeitskommandos) en los que los prisioneros se encuadraban para su labor fuera del campo, en canteras, caminos, construcciones, etc. Cada uno de esos “comandos” estaba mandado por un Kapo, exento del trabajo físico y cuya labor era velar férreamente por el celo y esfuerzo de los prisioneros en su tarea.
Importante poder detentaban también los prisioneros que trabajaban en las oficinas del campo, llevando las relaciones de nombres, destinos, labores, estadística, etc. Tenían la muy relevante posibilidad de quitar, poner o cambiar nombres y decidir, así, el destino de muchos internos, como bien se ve en la película que comentamos.
La estrategia de encomendar la autoadministración la aplicaron los nazis también en los guetos judíos, como se aprecia en la película. Dichos guetos quedaban bajo administración y gobierno interno del Consejo Judío (Judenrat) y tenían su propia policía interna. Todo ello producía una importante fractura social, un entramado de complicidades y esperanzas de salvación individual y la práctica de grandes crueldades entre los propios encerrados en el gueto.
Los guetos fueron los espacios en los que inicialmente se confinó a los judíos de las principales ciudades de Europa Oriental. Por ejemplo, en el de Lodz se encerró a 150.000 judíos en 1940; en el de Varsovia a 445.000 en octubre de 1940. El modo de vida y las tremendas penalidades en el gueto de Varsovia se recrean maravillosamente en otra película reciente, El Pianista, de Roman Polanski, basada en la obra autobiográfica del pianista Wladyslaw Szpilman que en España se publicó bajo el título de El pianista del Gueto de Varsovia. Se calcula que en los guetos del Este murieron unos ochocientos mil judíos por hambre, enfermedades y asesinatos. Alrededor de 1942 los guetos fueron vaciados y los judíos que aún los habitaban fueron enviados en masa a los campos de exterminio.
Volviendo a la vida diaria de los prisioneros, la pauta constante era el más absoluto terror y la total indefensión. Bajo la apariencia de reglamentos que tasaban faltas y sanciones, lo que existía en verdad era el absoluto poder de carceleros, decanos y capos para la libre y totalmente impune administración del terror, la tortura y la muerte. Cualquier cosa que el prisionero hiciese y molestase a un guardián o superior podía desencadenar una violencia sin límite. La única estrategia para sobrevivir era hacerse invisible, tratar de no cruzarse en el camino de guardias y capos. El poder de guardias y capos era un poder absoluto, total, radical. Todo, cualquier acción, podía libremente interpretarse como violación de algún precepto reglamentario. Las reglas eran tantas, tan vagas, tan contradictorias y tan desconocidas que ni la más escrupulosa voluntad de obediencia podía librar al interno del castigo arbitrariamente administrado por quienes eran, en realidad, no aplicadores de las normas, sino señores absolutos del derecho y las sanciones. Un buen laboratorio, un laboratorio terrible, para entender lo que es la antítesis del Estado de Derecho y sus garantías para presos y ciudadanos administrados.
Por otra parte, como muchos estudios han venido mostrando hasta hoy, la práctica de excesos y crueldades de todo cuño por parte del personal de los campos no solía ser expresión de arrebatos momentáneos de enfado o disgusto, sino mera manifestación de una forma de organización en la que el exceso no era exceso sino normalidad, ejercicio tranquilo de poder y competencia, terror, sí, pero terror institucionalizado, parte de la rutina organizativa del lugar. Así podemos entender en la película, por ejemplo, los disparos que el comandante del campo, Goeth realiza desde la terraza de su casa para matar tranquilamente a algún prisionero. No son acciones llevadas por propósito, cálculo o interés de ningún tipo, sino puro ejercicio inmotivado de poder, como quien se sienta a contemplar el cielo. Algo tiene que ver todo esto con esa banalización del mal de que habló Hannah Arendt a propósito de Eichmann.
Además, tanto los comandantes como el resto de oficiales y personal que fueron tras la guerra juzgados raramente dieron muestras de dolor o arrepentimiento, o de simple conciencia sincera de haber actuado con maldad y reprobablemente. Siempre y casi todos se mostraron ajenos a cualquier idea de responsabilidad personal. Se contemplaban a sí mismos como simples piezas de un mecanismo que los trasciende, como partes de un motor que meramente están en su sitio cumpliendo la función que en la empresa colectiva les compete. Estaban adiestrados para la disciplina absoluta y la insensibilidad total ante el sufrimiento de “los otros”, y seguramente ese adiestramiento abonaba personalidades ya por sí con profundísimas deformidades. Sobrecoge leer el relato autobiográfico de Höss, voluntario comandante de Auschwitz durante la “solución final”, escrito cuando se hallaba en las cárceles polacas de postguerra esperando el juicio del que saldría su posterior ejecución por ahorcamiento. No es una confesión, son los recuerdos de un funcionario orgulloso de su celo, su eficacia y la alta calidad de su servicio.
Oigamos al propios Höss describir con pulcritud y profesionalidad el modo en que se procedía con los cargamentos de deportados que llegaban a Auschwitz para su exterminio. Lo escribió en noviembre de 1946, en las circunstancias citadas, y está en el libro Kommandat in Auschwitz. Autobiographische Aufzeichnungen des Rudolf Höss, editado por primera vez en alemán en 1958 por el historiador Martin Broszat.
Los judíos asignados para el exterminio eran llevados hacia los crematorios del modo más tranquilo posible, separando a los hombres y las mujeres. Había una dependencia para desvestirse y allí los presos del comando especial que estaban encargados les decían en sus respectivas lenguas que iban sólo a bañarse y a ser despiojados, que colocasen ordenadamente sus vestidos y que se fijasen en dónde los dejaban, a fin de que pudieran encontrarlos rápidamente después de las desparasitación. Los presos mismos del comando especial tenían el mayor interés en que todo transcurriese de modo rápido, tranquilo y sin altercados. Una vez desnudos, los judíos entraban en las cámaras de gas, las cuales, dotadas de grifos, caños y tuberías, daban toda la apariencia de lugares de baño. Entraban primero las mujeres con los niños y luego los hombres, que siempre eran menos. Esto ocurría casi siempre de manera tranquila, pues los asustados y los más avispados, que podían sospechar, habían sido tranquilizados por los prisioneros del comando especial. Los prisioneros del comando especial y un miembro de las SS permanecían hasta el último momento dentro de la cámara.
La puerta se cerraba con rapidez y de inmediato el gas se arrojaba a través de los agujeros que había en el techo de la cámara de gas a modo de salidas de ventilación. El gas hacía efecto de inmediato. A través de la ventanilla de observación que había en la puerta se podía ver que los más próximos a los
agujeros caían muertos de inmediato. Se puede decir que aproximadamente un tercio moría en el acto. Los demás comenzaban a tambalearse, a gritar y a buscar aire desesperadamente. El griterío se convertía rápidamente en estertor y en pocos minutos todos yacían. Como máximo en 20 minutos ya nadie se movía. El gas tardaba de cinco a diez minutos en hacer su efecto, dependiendo del clima, húmedo o seco, frío o templado, y también de la calidad del gas, que no siempre era igual. También dependía de que se tratase de personas sanas o viejos, enfermos o niños. La falta de movimientos llegaba en pocos minutos, en razón de la lejanía o cercanía a los agujeros de ventilación por los que caía el gas. Los que estaban gritando y los viejos, enfermos, débiles y niños caían más rápidamente que los sanos y los jóvenes. (…)
El comando especial quitaba a los cadáveres los dientes de oro y cortaba el pelo a los de las mujeres. Luego se les subía con el elevador hacia los hornos que ya estaban calientes. Según el tamaño del cuerpo, se colocaban dos y hasta tres cadáveres en cada cámara del horno. También la duración de la incineración dependía de los caracteres de cada cuerpo. Duraba por término medio unos veinte minutos. Como ya he dicho antes, los crematorios I y II podían quemar unos 2000 cadáveres cada veinticuatro horas; más no era posible sin riesgo de causar averías. Los crematorios III y IV debían ser capaces de quemar 1500 cuerpos cada veinticuatro horas, pero, por lo que yo sé, nunca se alcanzaron estas cifras. Durante toda la incineración la ceniza caía constantemente a través de las parrillas y de inmediato era recogida y molida. La harina de cenizas era llevada en camiones al río y allí se esparcía al aire a paladas”.
Todo estaba minuciosamente dispuesto. En la película se recrea aproximadamente la tan famosa “rampa de Auschwitz”. Era el lugar, a la entrada del campo, donde, al llegar los trenes llenos de judíos deportados, se los seleccionaba para ir directamente a las cámaras de gas o para ser internados en el campo como fuerza de trabajo. No hay que olvidar que Auschwitz era un campo mixto de exterminio y concentración. En otros campos de exterminio sólo se exceptuaba del traslado directo a las cámaras a los que provisionalmente, por días o semanas, integrarían los “comandos especiales” que tenían que hacer los trabajos con los cadáveres.
En la rampa de Auschwitz la selección la hacían los médicos de las SS. Con un rapidísimo vistazo determinaban la aptitud para el trabajo o su inutilidad, en cuyo caso el único destino era la ejecución inmediata. Instalaciones y procedimientos similares de selección a la llegada de los deportados había también en otros campos. Y no sólo a la llegada se practicaban las selecciones; en cualquier momento los prisioneros eran llamados para formar y de entre ellos se elegía a los más débiles y deteriorados para la ejecución inmediata. Del mismo modo, los médicos SS recorrían cada día la enfermería escogiendo a los que debían ser sacrificados cada día. Donde no había cámaras de gas, o antes de instalarlas, los procedimientos de ejecución variaban. Muchos miles fueron asesinados mediante inyecciones letales de fenol en el corazón. En Auschwitz un “enfermero” llamado Josef Klehr administró la inyección letal a más de 25.000 hombres entre 1941 y 1943. Fue condenado en 1965, en Frankfurt, en el llamado “Proceso de Auschwitz a… quince años de prisión (¡) en concepto de cooperador, según una línea jurisprudencial, que luego veremos, y que consideraba que autores eran sólo Hitler y sus más altos secuaces.
2. Personajes de la película.
2.1. Oskar Schindler
Oskar Schindler (1908-1974) era alemán nacido en la ciudad checa de Zwittau (Moravia), donde en la infancia tuvo como vecinos más próximos y mejores amigos a los hijos de un rabino judío. En su ciudad fue conocido con el sobrenombre de Gauner (pícaro, tramposo). Se casó con Emilie Schindler (de soltera Pelz) en 1927, tras una relación de seis semanas. Emilie, al igual que la madre de Oskar, era muy religiosa. En 1935 la familia paterna de Oskar cayó en bancarrota con la crisis de su fábrica de maquinaria agrícola y su padre abandonó a su madre, que murió poco después. Se afilia al partido en 1938 y ese mismo año pasa a formar parte del servicio de inteligencia del ejército alemán, con lo que se libró de prestar servicio de armas. Se desplazó a Cracovia inmediatamente después de que Polonia hubiera caído en manos del ejército nazi. La región de Cracovia estuvo gobernada bajo el nazismo por el jurista Hans Frank, uno de los procesados en Nuremberg. En Cracovia Schindler vive sin su mujer en una casa incautada a una familia judía.
En el tiempo siguiente, los hechos de su vida están básicamente recogidos en la película. Se hace con lo que antes eran dos fábricas de menaje esmaltado y utiliza sus contactos con jerarcas nazis para conseguir mano de obra judía, primero del gheto y luego del campo de Plaszow. Su influencia sobre Amon Goeth y otros jerarcas nazis corruptos (discúlpese la redundancia) le permite conseguir un campo auxiliar en la localidad de Zablocie, donde está su fábrica, y allí se alojan sus trabajadores. Unos 900 trabajan entonces para él. Cuando, en octubre de 1944, el campo de Plaszow es levantado, ante la proximidad del ejército ruso, logra permiso para abrir una fábrica de munición en Brünnlitz, cerca de su ciudad de origen. Consigue llevar a los judíos que con él trabajaban. Además, enterado de que en una estación cercana se encontraban un día unos cien prisioneros judíos evacuados del campo de Goleszów, logra que se los encomienden también y se los lleva a su fábrica. En la fábrica los judíos tuvieron condiciones de vida relativamente buenas, gracias, en gran parte, a la preocupación de Emilie Schindler.
Tras la guerra todas sus iniciativas acaban en fracaso. Intentó hacer una película, sin conseguirlo. En 1949 el Comité Judío le pagó quince mil dólares como gratitud por su labor. Además, el Gobierno alemán le indemnizó con cien mil marcos por la confiscación de sus propiedades en el Este. Emigró a Argentina junto con su mujer, su amante y cinco o seis de sus trabajadores judíos con sus familias. Se hizo con una granja y se dedicó a la cría de pollos y nutrias. Quebró. En 1958 deja Argentina y abandona a Emilie (y a su amante). Recibe nueva ayuda judía para instalarse en Frankfurt donde intenta montar una fábrica de cemento, que también quiebra. En 1961 es invitado por un grupo de sus antiguos trabajadores a viajar a Israel. El Estado le nombra Righteous Gentile en 1962. A su vuelta a Alemania, en cambio, sufre frecuentes desprecios de sus conciudadanos. Hasta su muerte en Hildersheim, en 1974, viajó cada año Israel, siempre a expensas de “sus” antiguos judíos.
En cuanto a Emilie Schindler, quien llegó a ver la película de Spielberg y a decir que no reconocía en ella a su marido, siguió en Argentina. Acabó cerca de Buenos Aires, financiada también por organizaciones judías. Cuando después del estreno de la película se le preguntó en una entrevista si su marido había sido un santo o un demonio, respondió: un santo del demonio. Murió en octubre de 2001, a los 94 años.
2.2. Amon Goeth, comandante del campo de Plaszow.
El personaje del comandante del campo de concentración, interpretado en la película por Ralph Fiennes, corresponde a Amon Goeth. Goeht había nacido en 1908 en Viena. Antes de ingresar en el partido nazi en 1930, y en las las SS en 1932, había trabajado en una editorial. Procedía de una familia acomodada y dedicada al negocio de imprenta. Ocupó distintos destinos en las SS en los campos de Szebnie, Bochnia, Tarnów y dirigió la operación de liquidación del gueto de Cracovia. Su nombramiento como comandante del campo de Plaszow fue la culminación de su carrera.
Su actuación como comandante del campo es unánimemente recordada como un ejercicio diario de sadismo. Impuso condiciones muy duras a los prisioneros, haciéndoles muy difícil la supervivencia. Organizaba a menudo ejecuciones, torturas y crímenes colectivos. Por ejemplo, el día de Yom Kippur de 1943 Goeht, junto con un grupo de los SS a su mando en el campo, sacó de su barracón a cincuenta prisioneros judíos y los mató a tiros. Otras veces hacía que sus dos perros, que se llamaban Ralf y Rolf, atacasen y devorasen a algún prisionero, como le ocurrió a uno llamado Olmer, según declaró en el juicio de Adolf Eichmann, en Israel, un interno superviviente llamado Moshe Beijski. También parece que era real la costumbre de disparar arbitrariamente con su rifle a los prisioneros desde la terraza de su casa, como se recrea en la película.
Goeth dirigió el campo de Plaszow de febrero de 1943 a septiembre de 1944. En esta última fecha las SS lo arrestan bajo acusaciones de corrupción, entre ellas la de apropiarse de bienes de judíos, los cuales, según la legislación nazi, pertenecían al Estado. Fue como consecuencia de la misma investigación que condujo, incluso, a la ejecución de otros comandantes de campos más importantes, como Karl Koch y Hermann Flostedt. La guerra acabó antes de que finalizara su proceso, con lo que quedó en libertad. Ya en enero de 1945 había salido de la cárcel por causa de su diabetes. Estaba recibiendo tratamiento en un centro sanitario de las SS en Bad Tolz cuando fue arrestado, en febrero de 1945, por las tropas americanas de Patton. Fue entregado a las autoridades polacas después de terminada la guerra y en Polonia se le juzgó entre el 27 y 31 de agosto y entre el 2 y el 5 de septiembre de 1946. Se le declaró culpable de asesinatos y fue condenado a muerte. Solicitó sin éxito la clemencia del Presidente del Consejo Nacional Polaco. Fue ejecutado mediante ahorcamiento, como se ve en la película, cerca de Plaszow, una semana después de acabado el juicio. Durante el proceso mantuvo una actitud de provocativa indiferencia, aceptó los hechos que se le imputaban pero alegó que todo lo había hecho en cumplimiento de las funciones de comandante del campo y cumpliendo las órdenes de sus superiores. Al ser ahorcado gritó “Heil Hitler”, como se ve en la película en un acto final de arrogancia.
3. Lugares de la película.
3. 1. El Campo de Plaszow.
Fue primero, en 1942, un campo de trabajos forzados y luego, desde enero de 1944, campo de concentración. Estaba situado a diez kilómetros de la ciudad de Cracovia. Se levantó en el emplazamiento de un antiguo cementerio judío. La capilla judía cercana al cementerio fue convertida por los alemanes en un establo.
El campo alcanzó su mayor extensión, con 81 hectáreas, en 1944. Lo rodeaba una doble alambrada electrificada de cuatro kilómetros. Tenía distintas secciones. En una parte estaba la zona de residencia del personal de vigilancia. En otras secciones estaban las fábricas y los barracones. La zona de barracones se dividía en una sección para hombres y otra para mujeres. Había prisioneros judíos y polacos, pero se hallaban separados. El campo llegó a tener unos veintitres mil prisioneros a mediados de 1944, de los que, en esa fecha, unos ocho mil eran judíos húngaros.
Tal como en la película se refleja, los días 13 y 14 de marzo se desalojó el gueto de Cracovia. La mayor parte de sus habitantes fueron deportados a Auschwitz. Unos dos mil judíos fueron asesinados en las calles mismas del gueto y se les enterró en una fosa común en Plaszow. De los supervivientes del gueto unos 8000 fueron trasladados al campo de Plaszow.
En el campo las funciones principales que ya conocemos, decanos y capos, las desempeñaban prisioneros criminales alemanes.
Se calcula que en el campo de Plaszow fueron asesinadas unas ocho mil personas. Cuando las tropas rusas se aproximaban, en 1944, comenzó a desmontarse y los prisioneros fueron trasladados a otros campos de concentración o de exterminio. Las autoridades del campo trataron de borrar las huellas de los crímenes exhumando los cadáveres y quemándolos, como hicieron en otros muchos lugares. El último prisionero de Plaszow fue deportado a Auschwitz el 14 de enero de 1945. Al día siguiente las tropas rusas liberaban Cracovia, tras durísima batalla.
Ese es el momento en que también tiene que ser levantada la factoría de Schindler en Cracovia, que era un subcampo del de Plaszow. Es entonces cuando, para evitar la deportación de sus obreros judíos, Oskar Schindler paga a oficiales nazis y logra una nueva factoría bajo la forma de subcampo del campo de Gross-Rosen, esta vez en Brinnlitz, cerca de su ciudad de Zwittau, en Moravia, al sur de los Sudetes checos.
3.2. El gueto de Cracovia.
Cracovia fue ocupada por el ejército alemán el 6 de septiembre de 1939. Los nazis nombran un Consejo Judío y poco después comienza el terror en el barrio judío. El 3 de marzo de 1941 se ordena la organización de un gueto al sur de la ciudad. El guetto se aísla con muros y alambradas. En él llegaron a vivir 19.000 judíos, en un espacio de seiscientos por cuatrocientos metros. A principios de 1942 las SS detienen a los líderes intelectuales del guetto y los deportan a Auschwitz. En mayo de ese año comenzaron las deportaciones masivas a los campos de exterminio. Entretanto, las SS matan a más de mil judíos en el gueto mismo. El 13 de marzo de 1943 los habitantes de la llamada parte A del gueto son deportados al campo de Plaszow. Poco después se envía al resto a Auschwitz-Birkenau.
Las escenas de la película que transcurren en el gueto de Cracovia fueron filmadas en el viejo barrio judío de Kazimierz, en Cracovia, pues en el lugar originario del gheto, llamado, Podgorze, ahora hay construcciones modernas.
IV. EL DERECHO ANTE EL NAZISMO: LUCES Y SOMBRAS.
Para los juristas el nazismo supuso, y supone, un auténtico reto teórico y práctico, un fenómeno histórico que puso a prueba la capacidad de respuesta del derecho frente a fenómenos de asesinatos y desmanes de tal magnitud y peculiaridad como la era moderna no había conocido (aunque desgraciadamente no serían un caso único de ese tipo en el siglo XX, como hoy ya sabemos). Terminada la Segunda Guerra Mundial, el desafío consistió en ver qué podía hacerse en derecho, y desde los principios del Estado de Derecho, en las antípodas de la barbarie nazi, con los responsables de tan salvajes prácticas, tanto los organizadores y planificadores como los directamente ejecutores. Más aún, esa pregunta sobre qué hacer y cómo hacer en derecho con los perpetradores de tan atroz genocidio y tan asquerosos crímenes se planteó con un doble alcance. Por un lado, se trataba de ver qué soluciones podía y debía dar la comunidad internacional, y esto también en un doble sentido, como castigo de los culpables de lo acontecido y como prevención para que hechos semejantes no volvieran a ocurrir. Y, por otro lado, quedaba abierto el interrogante sobre cómo procedería Alemania (o, mejor dicho, las dos Alemanias que después de la guerra surgieron) con tantos de sus propios ciudadanos gravemente manchados como criminales nazis.
El balance en esas dos dimensiones es de luces y sombras. En lo positivo se cuenta la esperanza, nacida con los Juicios de Nuremberg, de que el Derecho Internacional se podía dotar de elementos firmes y consolidados con los que perseguir eficazmente los delitos de genocidio y los crímenes masivos ocurridos en cualquier Estado. Pero, como vamos a ver, hubo de pasar un periodo que llega hasta ahora mismo para que los avances en ese terreno alcanzaran una mínima operatividad práctica, como hoy ocurre (o más bien se pretende) con la creación del Tribunal Penal Internacional. En el platillo de lo negativo hay que poner el altísimo grado de impunidad en que quedaron la inmensa mayoría de aquellos crímenes y sus autores, en el contexto de una Alemania comunista, por una parte, que practicaba la justicia selectiva y engañosa que corresponde a la nueva dictadura en que de inmediato se convirtió, y de una Alemania Occidental, la República Federal Alemana, que ejerció en sus primeras décadas de existencia una política de huida hacia el olvido y la exculpación colectiva, gobernada por un conservadurismo contaminado de cómplices y, en medio de la guerra fría, con una comunidad internacional más interesada en alistar aliados incondicionales que en abrir heridas al remover el pasado. Esa capa de espeso silencio y de nulo interés por desenterrar oscuras trayectorias de muchos personajes públicos alcanzó a menudo ocasiones extremos bochornosos. Piénsese, por citar solo un caso espectacular, en el caso Waldheim: años después de que Kurt Waldheim terminara en su cargo de Secretario General de la O.N.U. se descubrió su pasado de teniente del ejército nazi envuelto, al parecer, en operaciones no especialmente loables. Y, así, tantas historias. Como la del ponente de aquella sentencia del Tribunal Constitucional Alemán que dio por constitucional la ley que impedía en la República Federal Alemana que pudieran acceder a la condición de funcionarios públicos quienes alguna vez hubiesen militado en el Partido Comunista, con el argumento de que quien había estado comprometido en un partido de ideología incompatible con los fundamentos del Estado de Derecho no podía ser servidor leal y fiable de este Estado; y el ponente de tal decisión del más alto tribunal había sido, bajo en nazismo, fiscal del Tribunal Especial de Bamberg e impulsor de, al menos, cinco sentencias de muerte, de esas que no asumiría precisamente quien creyera en el Estado de Derecho.
Además de esos problemas jurídicos más prácticos, el nazismo supuso también un verdadero terremoto en nuestra cultura jurídica occidental y moderna y se convirtió, como no podía ser menos, en el experimentum crucis o piedra de toque de la contemporánea teoría del derecho. La más tradicional de las cuestiones de la Filosofía del Derecho, la de si podía ser auténtico derecho un derecho gravemente injusto perdió su halo de abstracción y se convirtió en pregunta mucho más directa y terminante: la de si era realmente derecho el “derecho” nazi, esas normas emanadas de aquel régimen y que permitían que se privase gratuitamente de su ciudadanía y propiedades a los judíos, que se explotase el trabajo esclavo de opositores, gitanos, extranjeros, etc., que se condenase a muerte a quien criticase a Hitler, que se esterilizase a alcohólicos, minusválidos, etc., que se encerrase en campos de concentración por tiempo indefinido a los delincuentes que ya habían purgado sus delitos en la cárcel, que se repitiesen los juicios cuyo veredicto desagradaba a la Gestapo, que se sentenciase a muerte al judío que mantenía algún tipo de relación emotiva, ni siquiera sexual, con alemana aria, etc., etc.
1. De los juicios de Nuremberg al Tribunal Penal Internacional
El 20 de noviembre de 1945 comenzó en Nuremberg el proceso contra 21 de los más importantes dirigentes del nazismo. Muertos por suicidio en los instantes finales de la guerra Hitler y Goebbels, en el banquillo se sentaban, entre otros, Göring, Hess, von Ribbentrop, Kaltenbrunner, Rosenberg, Frank, Dönitz, von Papen, Speer y el industrial Krupp. Acusado era también, éste en ausencia, Martin Bormann, de quien nunca más se supo al acabar la guerra. También se juzgaba a seis organizaciones o grupos: el Gobierno, la dirección del partido nazi, la policía secreta, la Gestapo, las SS, las SA y el mando supremo del ejército.
Hay una muy famosa recreación cinematográfica de este juicio, la película de S. Kramer Judgement at Nuremberg ( exhibida en España con el título de Vencedores o vencidos), estrenada en 1961 y protagonizada por Spencer Tracy, Burt Lancaster, Richard Widmarck, Marlene Dietrich, Judy Garland, Maximilian Schell, Montgomery Clift, etc.
El juicio finalizó con la condena a muerte por ahorcamiento de Göring, von Ribbentrop, Keitel, Kaltenbrunner, Rosenberg, Frank, Frick, Streicher, Sauckel, Jodl, Seyss-Inquart y Bormann; a cadena perpetua a Hess, Funk y Raeder; penas limitadas de cárcel se decretaron para Speer (20 años), Dönitz (10 años), von Schirach (20 años) y von Neurath (15 años). Fueron absueltos von Papen y Schacht. Los condenados a muerte fueron ejecutados el 16 de octubre de 1946 en Nuremberg, con la excepción de Göring, que se suicidó dos horas antes del momento de la ejecución, y de Bormann, quien, como ya dijimos, fue juzgado en rebeldía y nunca reapareció. Otro de los inicialmente procesados, Robert Ley, se suicidó con anterioridad al comienzo del juicio. El industrial Gustav Krupp von Bohlen und Halbach fue declarado procesalmente incapaz y no continuaron contra él las actuaciones.
Los juicios de Nuremberg plantean importantes problemas teóricos y técnicos. Piénsese que se trataba de juzgar a los responsables de un Estado criminal desde los presupuestos del Estado de Derecho, es decir, sin incurrir en tal enjuiciamiento en injusticias paralelas que deslegitimasen el proceso e hiciesen creer que se trataba de una pura revancha de las potencias victoriosas en la guerra, mera “justicia de vencedores”. Y para que que el proceso respetase los derechos humanos y la garantías propias del Estado de Derecho había que cumplir con unos requisitos mínimos e irrenunciables, que se sintetizan en el principio de legalidad penal. Esto significa que a los acusados se les ha de juzgar con arreglo a normas existentes con anterioridad a sus acciones, evitando así la aplicación retroactiva de normas penales desfavorables; hay que echar mano de normas que tipifiquen como ilícitos punibles los actos que perpetraron los acusados y que funden la legitimación del tribunal para enjuiciarlos.
De hecho, ese fue uno de los principales argumentos de los defensores, la invocación de la falta de toda legitimación del Tribunal y de todo fundamento legal del juicio y las posibles condenas. El problema no es baladí y no estamos ante una molesta disquisición técnica propia de leguleyos. No se puede perder de vista que, por muy repulsivo e inmoral que un acto resulte, no basta ese rechazo moral, aunque sea unánime, para que se pueda condenar penalmente a su autor; se necesita que ese acto esté también proscrito por una norma legal anterior. La condena moral no puede traducirse en condena penal si no es al precio de una altísima inseguridad, de que los ciudadanos quedemos sometidos en nuestra vida, libertad y destino a los puros caprichos y gustos de los que detentan el poder fáctico; es decir, precisamente lo que en el nazismo ocurría, pues en el nazismo el sacrosanto principio nullum crimen, nulla poena sine lege fue sustituido, en la doctrina y en la práctica de los tribunales, por el de nullum crimen sine poena. O sea, que frente a las garantías de que nadie sea castigado por hacer lo que la ley no le prohibía, se prefería, en el régimen de Hitler, que nadie que realizara conductas que los jueces o mandatarios considerasen merecedoras de castigo quedara impune, prohibiera la ley o no tales conductas..
. La hábil alegación de los defensores en Nuremberg era que el tribunal incurría en la sangrante paradoja de juzgar sin ley que lo amparara a quienes habían hecho lo que la ley entonces vigente no les prohibía, o incluso les permitía u ordenaba. En realidad, los principales argumentos de la defensa en el conjunto de los juicios de Nuremberg se pueden resumir en la siguiente escala: a) el respectivo acusado no conocía las atrocidades que se estaban perpetrando, incluso en los asuntos que eran de su directa incumbencia (nos suena familiar este alegato, pero en temas que tienen poco que ver con la película que comentamos); b) si lo sabía, no era responsable, pues se limitaba a cumplir órdenes de su superior, tal como correspondía a la estructura piramidal del Estado y la Administración; siempre se practicó la reductio ad Hitler: éste era el responsable último y único; al fin y al cabo, estaba muerto; c) aun cuando pudiera considerarse que el acusado actuaba con plena conciencia e intención, su comportamiento será sin duda moralmente rechazable, pero resulta jurídicamente intachable, pues no chocaba, sino al contrario, con el derecho interno de la Alemania nacionalsocialista, ni con el derecho penal internacional, que no existía de ningún modo antes de los acuerdos de los aliados que ponen en marcha los juicios de Nuremberg; d) y, puestos a juzgar desmanes y crímenes contra la humanidad, habría entonces que sentar en el banquillo también a los aliados que ordenaron y ejecutaron los bombardeos de los últimos meses de la guerra, que arrasaron ciudades enteras de Alemania, como Dresde. Este último es el argumento llamado tu quoque y que vulgarmente podríamos traducir como “y tú qué”. La contestación que importantes tratadistas han dado a este último argumento es que hay una diferencia sustancial entre el bombardeo de una ciudad del país enemigo y el genocidio de un pueblo: el genocidio no es medio para un fin, como ganar la guerra, sino un fin en sí mismo. Se pueden comparar, del modo que se quiera, el bombardeo de Dresde y el de Coventry, por ejemplo, pero no cabe equiparar Dresde y Auschwitz. Por la misma razón, sería un error calificar el exterminio de judíos o gitanos como crímenes de guerra, pues no eran acciones tendentes a vencer en una confrontación armada, sino procesos, fríamente planificados, de eliminación de pueblos o enteros grupos humanos.
Diseñado queda así el problema en toda su dramática intensidad. Nuestra condición de ciudadanos honestos y moralmente maduros hace que deseemos que paguen sus culpas los responsables de tan horrendos crímenes, que no queden sin castigo seres tan infectos y que son auténtica vergüenza de todo el género humano. Pero nuestra paralela condición de militantes de los principios y garantías del Estado de Derecho nos obliga a ser cuidadosos y buscar apoyatura legal para que el más loable afán de justicia no acabe por legitimar nuevos ejercicios de arbitrariedad. Fijémonos de nuevo en la gran paradoja que envuelve los Juicios de Nuremberg: quienes habían dejado de lado por completo el principio de legalidad, lo invocan ahora en su defensa; quienes por aquellas arbitrariedades los juzgan ahora, difícilmente encuentran la legalidad que les apoye.
De ahí que el Tribunal de Nuremberg se esforzara tanto en exhibir el fundamento de su legitimidad y la base jurídica de sus fallos. La sentencia del primero y principal de esos juicios, al que aquí nos estamos refiriendo por el momento, comienza oponiéndose a aquellas objeciones de la defensa. Frente a la alegación de que ninguna norma anterior de derecho internacional tipificaba como ilícitas las acciones por las que se juzga a los acusados, dice el Tribunal que la guerra de agresión era crimen de derecho internacional, como mínimo, desde el Acuerdo Kellog-Briand, de 1928. Contra la objeción de que el derecho internacional se ocupa de ilícitos cometidos por Estados, no por personas particulares, responde el Tribunal que nunca son entidades abstractas las que delinquen, sino personas concretas, y que sólo si se puede castigar a los autores efectivos tiene sentido la noción misma de crimen internacional. Y ante la repetida alegación de que los acusados no hacían más que cumplir órdenes, tal como era su deber, contesta el Tribunal con esta frase, a la que tantas vueltas se le dará en tantos casos posteriores, pues estamos ante el gran problema de la “obediencia debida”: “que un soldado haya recibido una orden de matar o torturar en contra del derecho internacional es algo que nunca ha sido reconocido como eximente para tan brutales acciones, si bien es posible que tal orden sea tenida en cuenta como atenuante a la hora de establecer la pena. La auténtica piedra de toque no es la existencia de una orden tal, sino la cuestión de si verdaderamente era posible elegir un modo de actuar acorde con la norma moral”.
En este marco, merece la pena citar por extenso un trozo de la magistral pieza de oratoria forense que es el alegato final del fiscal americano en el Juicio, Robert Jackson:
“Si resumimos lo que nos ha contado toda la retahíla de acusados, nos topamos con el siguiente ridículo panorama del gobierno de Hitler: Un hombre número dos que no sabía nada de los excesos de la Gestapo que él mismo había organizado y que nunca tuvo la menor sospecha del programa de exterminio de los judíos, aun cuando él mismo era el firmante de más de veinte decretos que pusieron en marcha la persecución de esta raza. Un hombre número tres que era un inocente individuo medio que transmitía las órdenes de Hitler sin pararse siquiera a leerlas, como si fuera un cartero o un recadero. Un ministro de exteriores que de los asuntos interiores sabía poco y de la política exterior no sabía nada. Un mariscal de campo que repartía órdenes al ejército sin tener idea de sus consecuencias en la práctica. Un jefe del aparato de seguridad que actuaba bajo la impresión de que la actividad policial de la Gestapo o de la policía secreta era en lo esencial equiparable a la de la policía de tráfico. Un filósofo del partido que estaba interesado en la investigación histórica, pero que ni se imaginaba la violencia que su filosofía había impulsado en el siglo XX. Un gobernador general de Polonia que gobernaba pero no tenía poder. Un jefe de distrito de Franconia que se dedicaba a editar inmundos escritos sobre los judíos, pero que no tenía idea de si alguien los leería. Un ministro del interior que no sabía lo que ocurría en su propio ministerio y menos aún sabía de sus propias atribuciones ni de la situación en el interior de Alemania. Un presidente del banco del Reich que no conocía qué se guardaba en las cámaras acorazadas de su banco y qué se sacaba de ellas. Y un encargado de la economía de guerra que orientaba secretamente toda la economía con fines armamentísticos, pero que no tenía ni idea de que todo ello tuviera algo que ver con la guerra … Si ustedes de estos hombres tienen que decir que no eran culpables, sería igual de verdad decir que no ha habido ninguna guerra, que a nadie se ha matado y que ningún crimen se ha cometido”.
Volviendo a los antecedentes del proceso, se puede mencionar que en 1940 y 1941 hubo ya protestas oficiales de Gran Bretaña, Checoslovaquia, Polonia, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética por los crímenes cometidos por los alemanes durante la ocupación de Polonia y Checoslovaquia, por el trato a los prisioneros de guerra y por la ejecución de rehenes. En enero de 1942 se celebra en Londres una Conferencia que finaliza con una declaración que hace explícito el propósito de que sean procesados los autores de crímenes de guerra. En octubre del mismo año diecisiete Estados se reúnen por primera vez en la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas y hacen pública una lista de crímenes y criminales de guerra. El 26 de junio de 1945 las cuatro potencias aliadas se encuentran en Londres en la Conferencia de la que saldrá el Acuerdo para la persecución y castigo de los principales criminales de guerra del Eje europeo, de 8 de agosto de 1945. En dicho Acuerdo, al que se adherirán otras diecinueve naciones, se ponen las bases organizativas para los procesos de Nuremberg. Ya en 1943 se había decidido, en el encuentro en Moscú de las cuatro potencias aliadas, que sólo se enjuiciaría de ese modo a los criminales principales y cuyos crímenes no se limitasen a un único espacio geográfico.
El artículo 6 del Estatuto de Londres establece los crímenes para cuyo enjuiciamiento es competente el Tribunal: crímenes contra la paz, como plan, preparación y conducción de una guerra de agresión o de una guerra que vulnere los tratados internacionales; crímenes de guerra, con vulneración de las leyes y usos de la guerra, como asesinatos, maltrato o secuestro de población civil para someterla a trabajo esclavo o para cualquier otro fin, ejecución o abuso de prisioneros de guerra, ejecución de rehenes, apropiación de propiedades públicas o privadas, etc.; y crímenes contra la humanidad, como persecuciones criminales por motivos políticos, raciales o religiosos.
En cuanto al fundamento jurídico primero de la legitimidad del proceso y el enjuiciamiento, se mencionó reiteradamente en el propio Juicio, tanto por la acusación como por el Tribunal mismo, que en el Pacto Kellog-Briand, de 27 de agosto de 1928, quince Estados, entre ellos Alemania, se habían comprometido a desterrar la guerra como instrumento de la política nacional y a resolver los conflictos entre Estados exclusivamente por medios pacíficos. Sin embargo, también es verdad que en dicho Pacto no se preveía ningún instrumento sancionatorio para el caso de incumplimiento del referido compromiso. De las condenas recaídas en el Juicio de Nuremberg, sólo la de Rudolph Hess lo fue únicamente por este delito contra la paz; las demás condenas lo fueron también por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
Hay curiosas paradojas de la historia, como la de que el Estatuto que rige el Tribunal Penal Internacional tipifica con todos los requisitos del Derecho Internacional, como veremos luego, el crimen contra la humanidad, así como el genocidio, pero deja por el momento sin cobertura como crimen internacional, a la espera de futura definición por los cauces previstos para la reforma del Estatuto, la guerra de agresión, con lo que no queda sometida ahora a la competencia del Tribunal De tal manera, se pierde por un lado una parte de lo que por otro se avanza. Si un Hitler de nuestros días decidiera por las buenas, como la otra vez, invadir Checoslovaquia y Polonia, no se le podría juzgar como criminal internacional, con tal de que en su marcha triunfal se abstuviera de aquellos otros crímenes.
La vista del primer juicio de Nuremberg duró doscientos dieciocho días. Al comienzo todos los acusados presentes se declararon no culpables. El mencionado Robert Jackson, fiscal americano, abrió su exposición inicial con las siguientes palabras, que se hicieron famosas:
Las atrocidades que tratamos de juzgar y castigar fueron tan inimaginables, tan malvadas y de tan devastadoras consecuencias que la civilización humana no puede permitir que queden sin respuesta, pues no sobreviviría a la repetición de tal atrocidad. Que cuatro grandes naciones, satisfechas con su victoria y dolorosamente atormentadas por la injusticia acontecida, no ejerzan venganza, sino que deliberadamente sometan a los enemigos apresados al veredicto de la ley, supone una de las más importantes concesiones que jamás ha hecho el poder a la razón”.
Y concluía Jackson con esta consideración, frente a quienes veían en el proceso simple venganza de los vencedores:
“Debemos dejar claro a todos los alemanes que la falta por la que sentamos en el banquillo a sus derrotados dirigentes no consiste en que hayan perdido una guerra, sino en que la hayan comenzado”.
Conviene hacer alguna alusión al grave problema, antes aludido, de si en el Juicio de Nuremberg se vulneró o no el principio de irretroactividad penal. La salida más corriente para negar tal vulneración consiste en decir que los actos por los que se condenó en Nuremberg también se hallaban, en realidad, prohibidos por el Código Penal alemán en el tiempo en que ocurrieron, pues encajaban bajo los tipos penales vigentes del aquel Código, como asesinato, homicidio, detención ilegal, lesiones, robo, etc. Según esta visión, no es que tales actos no fueran punibles cuando ocurrieron, sino que el aparato nazi convirtió en irrisoria la eficacia real de esas normas penales que, sin embargo, formalmente regían. Otros autores, como Joachim Perels o Kerstin Freudiger, prescinden de disquisiciones sobre interpretación de preceptos penales vigentes bajo el nazismo y se avienen a justificar la ruptura de la prohibición de retroactividad ante circunstancias tan excepcionales: “la prohibición -dice Kersting- sólo puede cumplir su originaria función de proteger a los ciudadanos frente a la arbitrariedad estatal en caso de que pueda dejarse en suspenso para la persecución de los crímenes cometidos bajo el Estado de injusticia nacionalsocialista”. En una línea semejante irá, en 1950, el Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, cuyo artículo 7, que establece la prohibición de retroactividad penal desfavorable, matiza en su apartado 2 lo siguiente: “El presente artículo no impedirá el juicio y el castigo de una persona culpable de una acción o de una omisión que, en el momento de su comisión, constituía delito según los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. Hasta aquí nos hemos referido fundamentalmente al primer Juicio de Nuremberg. Pero le siguieron otros doce, en cada uno de los cuales se juzgó a un conjunto de acusados agrupados por el tipo de actividades que llevaron a cabo o la organización a la que pertenecían. Tales juicios fueron contra médicos, juristas, industriales y banqueros (los procesos Flick, Krupp, IG-Farben), generales, ministros y altos funcionarios y los jefes económicos y administrativos de las SS. Todos ellos tuvieron lugar ante tribunales norteamericanos en Nuremberg. Del total de 184 acusados en estos doce procesos, algunos murieron durante la tramitación y el juicio y los restantes recibieron las siguientes condenas: 24 fueron condenados a muerte (de ellos doce ejecutados), 20 a cadena perpetua, 98 a penas de privación de libertad de entre dieciocho meses y veinte años y 35 absueltos.
Desde la Ley de control nº 10, de 20 de diciembre de 1945, se dispuso que para el enjuiciamiento en cada zona de ocupación de los delitos recogidos en el Acuerdo de Londres serían competentes los tribunales de la respectiva potencia ocupante. En aplicación de este nuevo criterio, los tribunales americanos iniciaron nuevos procesos en Dachau, Darmstadt y Ludwigsburg. En ellos los acusados fueron 1021 y los condenados 885. Entre los acusados principales estaba personal de los campos de concentración de Buchenwald, Dachau, Flossenbürg, Mauthausen y Mittelbau-Dora.
En la zona de ocupación británica en Alemania se procesó a algunos altos militares y a algunos miembros del personal de los campos de Auschwitz, Bergen-Belsen y Natzweiler, y también a los productores del gas zyclon-B usado en Auschwitz. Los acusados en estos procesos fueron 1085. De ellos 240 recibieron condena a muerte. De los que cumplían penas de libertad los últimos abandonaron las prisiones británicas en 1957, como consecuencia de sucesivas medidas de gracia.
En la zona francesa se procesó también a algunos elementos del personal de campos de concentración, como el de Neue Bremme, en Saarbrücken. Los condenados por estos tribunales militares franceses fueron 2107, 104 de ellos a muerte. De los que cumplían cárcel, también aquí salieron los últimos en 1957.
En el territorio ocupado por la Unión Soviética no se sabe con certeza el número de juicios habidos, aunque todos los estudiosos coinciden en que los procesados fueron más de diez mil.
En la misma Ley de Control nº 10 se estipulaba que las autoridades de ocupación podían autorizar la competencia de tribunales alemanes para perseguir los crímenes nazis cometidos contra ciudadanos alemanes o apátridas. Por esta vía, en la zona de lo que sería después de 1949 la República Federal de Alemania fueron condenadas 4.419 personas por tribunales alemanes, en algunos casos por asuntos relacionados con crímenes en campos de concentración, como los de Meseritz-Obrawalde, Eichberg o Hadamar. De todos modos, de esas 4.419 condenas sólo unas cien lo fueron por delitos contra la vida.
A todos estos procesados y a los que lo serían después en las dos Alemanias hay que sumar los que lo fueron en otros Estados. El número exacto es difícil de determinar. En un libro de 1984, A. Rückerl recogía que en Bélgica habían sido procesados hasta entonces 75 alemanes acusados de crímenes en el nazismo, en Dinamarca 80, en Luxemburgo 68, en Holanda 204 y en Noruega 80. Datos más recientes sobre Holanda, por ejemplo, elevan a 239 el número de alemanes y austriacos encausados hasta hoy por esos motivos, de los que sólo tres serían mujeres; de ellos habrían sido condenados el 85%.
Hay algunas circunstancias un tanto escandalosas. Muchos de los que en países como Francia fueron juzgados entre 1945 y 1955 lo fueron en ausencia, en rebeldía, con lo que la pena que se les impuso no pudo ser aplicada. Después de 1955 el Tribunal Supremo Federal Alemán dictaminó que esos juicios eran válidos a todos los efectos, lo que significó que no se podía volver a juzgar en Alemania por los mismos hechos a los condenados en esos juicios extranjeros válidos. Pero como también disponía ya entonces el artículo 16 de la Ley Fundamental de Bonn que Alemania no podría extraditar a sus ciudadanos a otros países, la consecuencia se presenta en toda su rotundidad: si el condenado en Francia, por ejemplo, vive en Alemania, se considera que ha sido válidamente juzgado allí, pero no se le puede extraditar para que cumpla su pena. Resultado: puede vivir tranquilamente en Alemania sin temor a tener que pagar por su delito. Esa situación no cambió hasta 1975. Y esto era así aun cuando aparecieran nuevas pruebas; ni siquiera entonces se les podía llevar ante los tribunales alemanes si ya habían sido juzgados en el extranjero, aunque fuera en rebeldía. Se ha llamado a esto una “amnistía de hecho”.
Desde el 1 de julio de 2002 está en vigor el Tribunal Penal Internacional. Su Estatuto se aprobó el 17 de julio de 1998, en la Conferencia de Plenipotenciarios en Roma. A favor del Estatuto votaron 136 países, se abstuvieron 21 y 7, entre ellos Estados Unidos, votaron en contra. Para que el Tribunal entrara en vigor se estableció que debían ratificar su estatuto como mínimo sesenta países, y ese fue el número que se alcanzó el 1 de julio del 2002. Otros más lo han ratificado más tarde. Estados Unidos sigue sin hacerlo.
El Tribunal Penal Internacional había sido una aspiración proclamada por la ONU desde su origen. Como precedente primero se cita siempre, aunque no sin discusión, el de los tribunales de Nuremberg. Su antecedente más inmediato lo forman el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoeslavia, nombrado por resolución del Consejo de Seguridad de la O.N.U. de 25 de mayo de 1993, para juzgar “a las personas responsables de serias violaciones del Derecho Internacional Humanitario en el territorio de la ex Yugoeslavia”, y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, proclamado por resolución del Consejo de Seguridad de la O.N.U. de 8 de noviembre de 1994, para enjuiciar a los responsables de genocidio y otras graves violaciones del derecho internacional humanitario en el territorio de Ruanda y de los Estados vecinos.
La pregunta que ahora podemos hacernos es ésta: ¿qué ocurriría, en términos de derecho penal internacional, si el Estado hitleriano hubiera realizado sus fechorías a partir del 1 de julio de 2002?
Lo primero que hay que aclarar es el porqué de ese límite temporal. El Tribunal sólo juzgará actos cometidos con posterioridad a esa fecha de entrada en vigor de su Estatuto; es decir, no operará retroactivamente. Esto significa, obviamente, que al Tribunal no se podría someter, por ejemplo, a un antiguo comandante de campo de concentración nazi al que se encontrara hoy vivo aún en algún lugar.
En cuanto al fondo de la pregunta, la respuesta es que se podría juzgar a criminales como los dirigentes y supremos ejecutores nazis (y tantos otros que en el siglo XX han sido) por prácticamente todos los delitos que el Estatuto del Tribunal tipifica en sus artículos 5 a 8 y que son los siguientes: genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. El art. 6 establece que el genocidio consiste, a estos efectos, en perpetrar, “con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal” actos como matanza de miembros del grupo, lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial, medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo y traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo. En cuanto al crimen de lesa humanidad, lo cometen quienes realizan acciones como las siguientes, “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”: asesinato; exterminio; esclavitud; deportación o traslado forzoso de población; encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; tortura; violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional; desaparición forzada de personas; el crimen de apartheid; y otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física.
El art. 8 define acciones semejantes y otras (toma de rehenes, ataques intencionados con tra la población civil, saqueos, utilización de escudos humanos, ejecuciones sin juicio, alistamiento de menores de 15 años, etc., etc.) como constitutivas del delito de crímenes de guerra, “cuando se cometan como parte de un plan o política o como parte de la comisión en gran escala de tales crímenes”
¿Significa lo anterior que dondequiera que surja un Estado criminal como el nazi se desencadena, sin más, la competencia del Tribunal Penal Internacional para juzgar y, en su caso, castigar a sus dirigentes comprometidos en tales crímenes? No es tan fácil. Supongamos que existe en realidad hoy ese que llamaremos Estado Hitleriano. Para que pueda el Tribunal actuar contra sus dirigentes tiene que darse alguna de estas tres circunstancias (art. 12 del Estatuto):
a) Que el Estado Hitleriano haya ratificado el Estatuto del Tribunal, con lo que se habrá sometido a la competencia de éste.
b) Que los hechos que se enjuician y se imputan a dirigentes del Estado Hitleriano hayan ocurrido en otro Estado que sí ha ratificado el Estatuto o contra sus nacionales.
c) Que el Estado Hitleriano, si no ha ratificado el Estatuto, acepte la competencia del Tribunal para juzgar el caso concreto en cuestión.
Si no es con esos requisitos, no hay nada que hacer. O sea, si el Estado Hitleriano no es parte del Estatuto, los hechos han ocurrido en su territorio o en el de otro Estado que tampoco es parte y las víctimas han sido nacionales suyos o de otro Estado que no es parte, el Tribunal no tiene competencia. Otra cosa es lo que internamente cada Estado pueda intentar, conforme a su derecho interno, para el castigo de los que en el Estado Hitleriano han atentado contra sus nacionales.
La relación del Tribunal Penal Internacional con los tribunales de los Estados cuyos criminales internacionales se juzgan es una relación llamada de complementariedad (arts. 1 y 17), lo que significa que el Tribunal sólo puede actuar cuando no lo haga la jurisdicción nacional respectiva del Estado en que los crímenes se cometieron, o cuando el enjuiciamiento que ésta lleve a cabo sea un mero subterfugio para eludir la responsabilidad de sus ciudadanos por crímenes internacionales.
Quienes pueden solicitar la actuación del Tribunal son su propio Fiscal, un Estado parte o el Consejo de Seguridad de la O.N.U. La pena más alta que puede aplicar es la de cadena perpetua, si bien restringida esta pena más alta a los casos de extrema gravedad.
En términos de derecho, la diferencia más importante que existe entre los Tribunales de Nuremberg y el Tribunal Penal Internacional es que éste posee una indiscutible competencia y legitimación con arreglo a Derecho Internacional, mientras que de aquéllos es inevitable reconocer que fueron el desesperado intento de hacer justicia a crímenes aborrecibles en un contexto jurídico que carecía de instrumentos propiamente aptos para fundar plenamente y con todo el rigor técnico-jurídico el enjuiciamiento penal de tales hechos, hechos que eran literalmente inimaginables en nuestro mundo civilizado antes de que ocurriesen. Y la prueba de lo difícil que es disponer tales medios en derecho internacional es, precisamente, el enorme tiempo que tuvo que pasar hasta llegar al Tribunal Penal Internacional y las limitaciones con las que, aun así, nace.
2. La persecución penal de los crímenes nazis después de los juicios de Nuremberg
Los juicios de Nuremberg fueron organizados y realizados por las cuatro potencias vencedoras de la Alemania nazi. Al acabar la guerra los Aliados dejan en suspenso el sistema judicial alemán y en la Proclamación nº 2 de las Fuerzas Aliadas disponen que “todos los juzgados alemanes… dentro de las zonas ocupadas quedan cerrados hasta nueva orden”. Pero esa situación duró poco tiempo, pues la necesidad práctica obligó a los Aliados a reabrir pronto y progresivamente los juzgados y tribunales de Alemania. Se pretendió primeramente hacerlo con jueces alemanes no contaminados por el ejercicio de su carrera bajo el nazismo, pero eran tan pocos que el intento fracasó. Se quiso luego equilibrar la composición de los tribunales integrando paritariamente a jueces que lo hubieran sido bajo el nazismo y a otros que no, pero seguían faltando jueces. Se acabó readmitiendo a la inmensa mayoría de los ex jueces del Estado nacionalsocialista con sólo someterlos a un proceso de desnazificación, una especie de cursillo. De ahí que, con razón, hablen los historiadores de la continuidad entre la Justicia del nazismo y la de la República Federal. Hasta el Presidente, entonces, del Tribunal Supremo Federal Alemán, Hermann Weinkauff, había sido integrante del Tribunal Superior del Reich entre 1935 y 1945. Esa continuidad se menciona siempre como una de las principales causas del poco celo de gran parte de la judicatura alemana a la hora de perseguir y penar a los criminales del nazismo.
No será en la judicatura únicamente donde tal continuidad y la habilidad de los que fueron fieles y esforzados funcionarios del nazismo se aprecie. Pongamos sólo dos ejemplos más, de los muchos posibles. En 1954 fue nombrado en un alto cargo del Ministerio de Justicia Franz Massfeller, que había sido uno de los asistentes, como funcionario del Ministerio del Interior, a la reunión en el lago Wannsee el 22 de enero de 1942, en la que se decidió poner en marcha la “solución final” con los judíos. Massfeller era también autor de un comentario, no crítico precisamente, de las leyes racistas de 1935, conocidas como Leyes de Nuremberg. En 1976 fue designado Ministro de Justicia del Estado Federado de Baja Sajonia Hans Puvogel, autor bajo el nazismo de un libro sobre “La eliminación de los minusválidos mediante la muerte”. Un juez sacó a la luz esa antigua publicación cuando Puvogel fue nombrado Ministro. Dicho juez fue expedientado y sancionado.
Ese es el marco, con sus claroscuros, en el que tendrá lugar en Alemania y por los tribunales alemanes la persecución de los crímenes del nazismo. Junto a los casos de escaso celo en tal labor, se debe mencionar también a otros jueces y fiscales que pusieron su mayor empeño en que se hiciera justicia y se castigara a los culpables. Tal vez el nombre más destacado a este efecto es el del fiscal general de Hesse, Fritz Bauer.
Echemos primeramente un vistazo a las cifras. Luego aludiremos a algunas cuestiones y procesos que tienen relación más próxima con los asuntos de la película y mencionaremos ciertos temas técnico-jurídicos que han condicionado la acción de la justicia.
Según los datos del Ministerio Alemán Federal de Justicia, entre el 8 de mayo de 1945 y el 1 de enero de 1996 los tribunales de la República Federal Alemana condenaron a un total de 6.494 personas por delitos relacionados con el nacionalsocialismo. Dentro de ese mismo plazo la Fiscalía inició actuaciones contra 106.496 personas, lo que indica un índice muy bajo de procesos judiciales y de condenas.
Si atendemos sólo a los delitos contra la vida, según la información que ofrece la Universidad de Amsterdam, donde está en marcha el proyecto Justiz und NZ-Verbrechen, en el que se publican las actas de los procesos por delitos del nazismo (véase, www1.jur.uva.nl/junsv/inhaltsverzeichnis.htm ), entre 1945 y 1997 fueron procesadas en la República Federal de Alemania por crímenes contra la vida (asesinato, homicidio, etc.) bajo el nazismo un total de 1875 personas, en 912 procesos. Recayeron catorce condenas a muerte, ciento cincuenta cadenas perpetuas y ochocientas cuarenta y dos condenas de privación temporal de libertad. Durante el mismo periodo en la República Democrática Alemana, la Alemania del Este o comunista, los procesos por las mismas causas fueron 744 y los acusados 1190. Las cifras anteriores significan que en la República Federal se procesó por crímenes contra la vida bajo el nazismo a tres de cada cien mil habitantes, y en la República Democrática a siete de cada cien mil.
Veamos los siguientes cuadros comparativos de los procesos en las dos Alemanias, cuadros tomados del proyecto holandés antes mencionado (www.jur.uva.nl/junsv/schwerpost.htm). Representamos la República Federal con sus iniciales, BRD, y la República Democrática con las suyas, DDR. Los porcentajes son sobre las cifras totales de procesos que acabamos de mencionar.
PROCESOS |
BRD |
DDR |
Hasta 1960 |
55% |
88% |
Desde 1960 |
45% |
12% |
Pena impuesta |
BRD |
DDR |
Pena de muerte |
0,7% |
6% |
Cadena perpetua |
8% |
8% |
Privación temporal de libertad |
44% |
67% |
Sin pena (absolución, sobreseimiento, etc.) |
47% |
19% |
VÍCTIMAS EXTRANJERAS |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
32% |
30% |
Procesos desde 1960 |
82% |
79% |
VÍCTIMAS JUDÍAS |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
21% |
18% |
Procesos desde 1960 |
72% |
62% |
Las tablas que vienen a continuación destacan la frecuencia con que, sobre el total de procesos y acusados que hemos referido, se persiguieron algunos tipos de delitos. El primer cuadro se refiere a los procesos contra médicos y colaboradores en prácticas de eliminación “médica” de ciertos grupos, como minusválidos, dementes, alcohólicos, etc. El segundo trata de los juicios contra jueces y fiscales por prácticas judiciales aberrantes en aplicación del derecho nazi y que se tradujeron en resultado de muerte. El último de los cuadros se refiere a los procesos contra dirigentes y administradores del aparato nazi, lo que se conoce como procesos contra los burócratas nazis por crímenes de despacho (Schreibtischverbrechen) que llevaron a los mismos resultados de muerte. El resto de estos cuadros no necesitan especial aclaración de su referencia.
“EUTANASIA” |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
4,6% |
2,3% |
Procesos desde 1960 |
2,7% |
2,2% |
CRÍMENES JUDICIALES |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
3,6% |
1,1% |
Procesos desde 1960 |
1,0% |
4,5% |
CRÍMENES DE GUERRA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
8,2% |
12,3% |
Procesos desde 1960 |
20,7% |
61% |
CRÍMENES DE EXTERMINIO POR “EINSATZGRUPPEN” |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
0,8% |
0,0% |
Procesos desde 1960 |
11,6% |
9% |
CRÍMENES DE EXTERMINIO EN CAMPOS CONCENTRACIÓN |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
1,6% |
1,4% |
Procesos desde 1960 |
9,1% |
5,6% |
CRÍMENES DE DESPACHO |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
1,0% |
0,6% |
Procesos desde 1960 |
4,0% |
1,1% |
Las siguientes tablas recogen la adscripción de los acusados en aquellos procesos.
PERSONAL DE PRISIONES Y CAMPOS |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
18,7% |
9,1% |
Procesos desde 1960 |
25,9% |
12,3% |
PERSONAL DE LA ADMON. DE JUSTICIA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
4,4% |
0,9% |
Procesos desde 1960 |
1,2% |
4,3% |
PARTIDO NAZI |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
12,7% |
5,6% |
Procesos desde 1960 |
0,5% |
0,0% |
POLICÍA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
24,7% |
12,3% |
Procesos desde 1960 |
41,5% |
42,6% |
ADMINISTRACIÓN CIVIL |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
5,4% |
3,2% |
Procesos desde 1960 |
3,0% |
1,1% |
ECONOMÍA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
4,4% |
9,1% |
Procesos desde 1960 |
0,7% |
1,1% |
El goteo de procesos no se ha detenido después de 1997, dentro y fuera de Alemania, si bien ya pocos quedan con vida de los que participaron en aquellos crímenes. Todavía en abril de 2001 un Tribunal de Ravensburg condenó a Julios Viel, de ochenta y tres años, a doce años de prisión como autor del asesinato de siete trabajadores forzosos judíos en la primavera de 1945.
Desde el 31 de agosto de 1951 los tribunales alemanes sólo pueden aplicar el derecho penal alemán y respetando el principio de irretroactividad. Por tanto, para juzgar los crímenes del nazismo hubo que tomar como base, tal como en este mismo caso de Viel ocurrió, el derecho penal alemán de la propia época nazi. En este caso de Viel, el tribunal sentó que Viel era un asesino incluso para aquel derecho penal, si bien entonces tales comportamientos no eran de hecho perseguidos, sino tolerados o fomentados desde el poder político. Además, para condenar a Viel el tribunal da por probado que obró por propio impulso y no cumpliendo órdenes, pues en este último caso habría sido considerado mero cooperador, como luego veremos.
Aún en julio de 2002 fue condenado, en Hamburgo, a siete años Friedrich Engel, de 93 años, apodado “el verdugo de Génova”, por la muerte en dicha ciudad, en la que había sido jefe de las SS, de 59 prisioneros italianos. Fueron tomados como rehenes y ejecutados, bajo sus órdenes, como venganza por un atentado contra soldados alemanes en un cine. Años antes Engel había sido condenado en Italia, en rebeldía, a cadena perpetua. Pero siguió viviendo en Hamburgo tranquilamente hasta que una cadena de TV descubrió su pasado y surgió el escándalo por el poco celo que hasta entonces habían demostrado las autoridades judiciales alemanas.
También fuera de Alemania ha habido hasta hoy procesos y condenas célebres contra antiguos asesinos nazis, como en el caso de Erich Priebke, en Italia, en 1998. Había sido detenido en Bariloche, Argentina, en 1994, y extraditado a Italia, donde se le condenó a quince años por la ejecución de 335 rehenes civiles italianos. Por su edad y estado de salud, se le conmutó la prisión por arresto domiciliario. En abril de 2001 se querelló contra dos periodistas italianos que lo habían calificado como “verdugo” y solicitó una indemnización de un millón de marcos para restablecer su dignidad maltrecha. Afortunadamente, los tribunales rechazaron tal pretensión.
Es importante recordar algunos datos que han ido condicionando la persecución de los crímenes nazis. En primer lugar, algunas amnistías parciales, como la de 1949 y 1954, para delitos castigados con penas menores o acaecidos bajo circunstancias de obediencia debida.Muy determinantes han sido igualmente las sucesivas prescripciones de los diversos delitos. Esta ha constituido una cuestión tremendamente debatida en Alemania. En el trasfondo está un importante problema doctrinal, de alcance general, que podemos formular, con sencillez, así: ¿durante cuánto tiempo ha de ser perseguible un delito? Que el cometer cualquier delito pueda suponer que su autor haya de pasar el resto de la vida bajo la espada de Damocles de que un día pueda ser procesado parece fuente de injusticia y, sobre todo, de inseguridad jurídica. La convivencia social exige que esté tasado el momento de borrón y cuenta nueva, ya sea porque el delito se ha juzgado y la pena, en su caso, se ha cumplido, ya sea porque ha pasado el tiempo para enfrentarse con ese delito. Esto en términos generales parece adecuado, pero el siglo XX ha visto, a raíz de los abundantes supuestos de genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, crecer la polémica sobre si este tipo de crímenes no deberían ser imprescriptibles. Y esta es la consideración que se ha impuesto en el Estatuto del Tribunal Penal Internacional, que así los declara, imprescriptibles (art. 29).
En el caso alemán fue grande la polémica sobre si los casos de homicidio, asesinato, detención ilegal, lesiones, etc. acontecidos bajo el nazismo debían prescribir según el término fijado con carácter general en el Código Penal o si debían ser objeto de normativa especial que prolongase su fecha de prescripción y permitiese seguir persiguiéndolos.
Un primer momento decisivo se da en 1960, cuando prescribieron los delitos de homicidio, lesiones con resultado de muerte y detención ilegal con resultado de muerte. Para ellos el plazo de prescripción que el Código Penal entonces vigente establecía era de quince años. Una proposición de ley para prolongar ese plazo fue rechazada en el Parlamento alemán en ese momento, con el argumento de que atentaría contra la prohibición de retroactividad penal desfavorable, contenida en el art. 103 de la Ley Fundamental de Bonn. La discusión se reabrió en 1965, cuando llegaba el momento de prescripción de los asesinatos cometidos antes del fin de la Guerra. El Parlamento aplazó tal prescripción cuatro años, hasta 1969. En 1969 una nueva ley alarga a treinta años el plazo de prescripción del asesinato y declara imprescriptible el delito de genocidio. De ese modo, los delitos de asesinato del tiempo del nazismo pasaban a prescribir en 1979. Y precisamente en 1979 una nueva ley parlamentaria declara imprescriptible el delito de asesinato.
Visto lo anterior, se desprende una impresión muy positiva, pero engañosa. Es preciso explicar que con la prescripción de los homicidios se garantizó la impunidad de gran parte de los criminales, pues los tribunales estimaron que había homicidio, y no asesinato, siempre que el que mataba lo hacía siguiendo una orden y sin motivaciones más reprobables, como crueldad, odio racial, etc. Y como era fácil alegar que se cumplían órdenes y resulta tan difícil probar las intenciones y los móviles…
En el ambiente alemán de los años cincuenta, mucho más proclive a cerrar los ojos sobre el pasado que a perseguir con eficacia a los criminales nazis, hubo un hecho, en 1958, que provocó una reacción. Una ley de 1951 permitía que reingresasen en el servicio o, en ciertos casos, percibiesen una pensión hasta su jubilación, los que habían sido funcionarios bajo el nazismo y hubiesen sido separados de su puesto por razones puramente funcionales y de servicio. Por esta vía pudieron, por ejemplo, reingresar en la Administración gran parte de los antiguos funcionarios de la Gestapo. De hecho, en 1953 el 30% de los funcionarios de los ministerios federales estaba formado por reingresados por esta vía, y especialmente en el Ministerio del Interior. De modo que muchos de los que tenían que perseguir a los criminales nazis, siguiendo las directrices de la fiscalía, eran antiguos funcionarios del nazismo. Como los que tenían que juzgarlos luego, ya lo sabemos.
Pues bien, uno de los así reingresados fue despedido, en Ulm, al descubrirse que vivía bajo identidad falsa. Un testigo declaró que su verdadero nombre era Fischer-Schweder y que durante la Guerra, como director de la policía en Memel, había participado en numerosos crímenes contra judíos ejecutados por Einsatzkommandos que él mandaba. La prensa recogió el hecho y se produjo un importante escándalo. Fischer-Schweder fue detenido en 1956 y se convirtió en el principal acusado del juicio que en 1958 comenzó en Ulm, el llamado “Proceso de Ulm”, primero ante un tribunal alemán por los crímenes de los Einsatzkommandos en territorio ruso.
A la hora de juzgar los crímenes del nazismo, un tema tremendamente determinante ha sido el de su autoría. En términos claros, podemos plantear la cuestión del siguiente modo: ¿quiénes fueron los verdaderos autores de las muertes en las cámaras de gas, en los pelotones de trabajo, en las ejecuciones de rehenes, etc.? O, en otras palabras: los que seleccionaban a los deportados en la “rampa” de Auschwitz, los que ahorcaban a los internos de los campos que intentaban una fuga, los que hacían a los prisioneros que trabajaban en las canteras arrastrar piedras hasta que caían muertos, los que encerraban a los deportados en los trenes, hacinándolos sin agua durante días, los que, como miembros u oficiales de Einsatzkommandos, fusilaban diariamente cientos de judíos, en jornadas interminables, etc., etc., etc., ¿eran realmente los autores de los crímenes que por su mano ocurrían o eran únicamente ejecutores, meros instrumentos de una voluntad ajena y, por tanto, carentes de responsabilidad personal siempre que no resulte probado que actuaban así por gusto y delectación personal? Pues bien, grosso modo, y aun con todos los matices que sean necesarios, se puede afirmar, que la tesis que en los tribunales alemanes se impuso es que autores propiamente dichos, en el preciso sentido jurídico-penal del concepto, lo fueron, de la mayor parte de los crímenes, sólo Himmler, Göering, Heydrich… y sobre todo Hitler. La inmensa mayoría de los demás que movieron las piezas del endiablado engranaje no habrían sido más que cómplices, cooperadores (Gehilfen). La suya no habría sido prioritariamente la voluntad de matar, torturar, explotar, exterminar, etc., sino de… obedecer. Los más, con mucho, de los miembros de las SS y de los Einsatzkommandos habrían obrado como meros cooperadores. Hitler y sus inmediatos colaboradores habrían sido los autores, si bien no actuaron de propia mano, sino como autores mediatos, es decir, valiéndose de otros como instrumentos o medios de sus propósitos. Y estos otros quedan rebajados a la condición de poco menos que herramientas del crimen.
Podemos ilustrar todo esto con el ejemplo del Proceso de Ulm que antes se mencionó. Se juzga por la masacre de cuatro mil personas en la frontera lituana, llevada a cabo por los Einsatzkommandos de las SS bajo el mando de Fischer-Schweder. En su sentencia de 29 de agosto de 1958, dice el tribunal de Ulm lo siguiente: “Según ha quedado acreditado ante este Tribunal, los autores de las medidas de «tratamiento especial de enemigos potenciales», es decir, de la aniquilación física de gran número de judíos, con desprecio de su edad y sexo, y de comunistas en la Región Oriental, son Hitler, Himmler, Heydrich y su círculo más cercano. Ellos planearon conjuntamente el exterminio y lo prepararon técnica y organizativamente con el asesoramiento de la RSHA, e hicieron que se ejecutara mediante grupos de intervención y campos de exterminio, en los cuales, respectivamente, se actuó conforme a órdenes”. Añade el Tribunal que los diez acusados tenían la misma conciencia de la antijuridicidad de la acción que sus autores principales y que no obraron bajo estado de necesidad, sino libremente. Sin embargo, los acusados no habrían querido los asesinatos como cosa propia, por su voluntad, sino que “actuaron meramente con el dolo de apoyar con su acción la acción de los autores principales”. En consecuencia, se les condena, como cooperadores, a penas bajas de prisión, por término medio dos días por cada muerte.
La distinción anterior entre autor y cooperador tuvo enormes consecuencias en la persecución penal. ¿Por qué? Antes de 1969, porque de esa manera se podía evitar, para los condenados, la pena de cadena perpetua que correspondía a los autores propiamente dichos, y era posible imponer a los considerados cooperadores penas relativamente suaves. Y porque por esa vía llegó lo que se ha llamado una “amnistía por la puerta de atrás”. En efecto, cuando en 1969 el legislador alemán sienta la imprescriptibilidad del asesinato y el genocidio, hace también algo más, que aparentemente no tiene que ver con los problemas penales del nazismo: mediante una sutil maniobra técnica sitúa en quince años la pena máxima para los cooperadores y provoca, así, que se deban considerar, retroactivamente, prescritos en 1960 los delitos cometidos bajo el nazismo en condición de cooperador. La jugada de despiste se consuma al disponer que en el futuro los delitos en grado de cooperación prescribirán a los veinte años, en lugar de a los quince. De este modo, ya ha quedado definitivamente eliminada, por la acción conjunta de la jurisprudencia anterior y de esta vuelta de tuerca del legislativo, la posibilidad de juzgar a los tenidos por cooperadores en el nazismo; y cooperadores eran considerado todos (salvo, como ya se ha dicho, los que actuaban por móviles propios y por cuenta propia), menos Hitler, Göring, Himmler y Heydrich. Así pues, a partir de 1969 no habrá definitivamente posibilidad de condenar al que apretaba el gatillo o abría la espita del gas, salvo que se pruebe, con todo lo difícil que esto resulta, que actuaba por propia iniciativa o movido por sentimientos más bajos que el mero espíritu de obediencia. La desazón del lector aumentará si sabe que esa tan generosa interpretación extensiva del concepto de cooperador, y la paralela interpretación restrictiva del concepto de autor, apenas las aplicaron los tribunales alemanes a más casos que éstos de los crímenes nazis. Y todavía más si conoce que el ponente en la comisión ministerial que organizó tal reforma fue Eduard Dreher, Director del Departamento Penal del Ministerio Federal de Justicia y que había destacado bajo el nazismo, como Fiscal en el Tribunal Especial de Innsbruck, por su celo para solicitar penas de muerte.
Veamos ahora un ejemplo de los efectos que lo anterior tuvo en los procesos por los crímenes en los campos de concentración.
Entre los acusados en el Proceso de Auschwitz, concluido en Frankfurt en 1965, estaba Robert Mulka, quien fuera el ayudante del Rudolf Höss, de quien ya sabemos que fue el Comandante del campo durante la operación de exterminio de los judíos. A aquél le correspondió en varias ocasiones dirigir la selección en la “rampa”. En una de esas ocasiones un subordinado le notificó que uno de los integrantes del comando de presos que trabajaba en la rampa en la recepción de los nuevos deportados acababa de hablar con uno de éstos, lo que estaba prohibido. Mulka miró el reloj y le dijo a su subordinado: “házselo rápido, es tarde”. Su subordinado mató de inmediato al preso del comando. Se demostró, además, que Mulka tenía importantes responsabilidades en el funcionamiento de las cámaras de gas y en el aprovisionamiento de zyclon-B. El tribunal lo condenó a catorce años de prisión en su condición de cooperador, que no coautor. Se alegó que el destino de los deportados a Auschwitz estaba decidido antes de la llegada de cada contingente, por lo que Mulka no tenía el “dominio del hecho” y de sus decisiones nada dependía. Si acaso, dice el Tribunal, sólo el Comandante del campo, Höss, hubiera podido cambiar algo con sus órdenes. A los demás, entre ellos Mulka, sólo les cabía obedecer. Únicamente habría actuado con voluntad de autor si hubiera mostrado un especial empeño o una actitud de clara aprobación del contenido de las órdenes. Y hasta su orden de matar al preso del comando supone el Tribunal que era consecuencia de que Mulka juzgó que el preso había cometido una grave falta disciplinaria: “no mandó matar al preso -dice la sentencia- porque fuera judío -lo cual, por lo demás, no consta con seguridad- sino porque, desde el punto de vista de Mulka, era culpable de una falta merecedora de la muerte. El móvil para matarlo no era el mismo que el de los dirigentes nazis que determinaron los asesinatos masivos de los judíos”. Sobran comentarios.
3. Indemnizaciones para los trabajadores forzosos
Hasta el momento nos hemos referido solamente a las responsabilidades penales por los crímenes del nazismo. Y qué duda cabe de que una de las más fuertes razones para la persecución penal es la de hacer justicia a las víctimas. Pero hay otra importante manera de sanar la injusticia padecida por muchas de esas víctimas: la indemnización, la compensación por la explotación sufrida al ser obligadas a trabajar en régimen peor que el de esclavitud y en condiciones infrahumanas.
En La lista de Schindler vemos el trabajo de unos prisioneros judíos, lo que, en su caso y por obra de Oskar Schindler, significó la forma de escapar a la muerte segura. El trabajo esclavo, y no sólo de judíos, en la industria vinculada a los campos fue una práctica absolutamente habitual en el nazismo. Se calcula que a fines de 1944 más de siete millones y medio de trabajadores extranjeros, la mayoría sin salario ninguno y otros con un salario irrisorio, trabajaban en Alemania como prisioneros esclavos. Un tercio de esa cifra eran mujeres. Casi todos los sectores de la economía alemana de la época se nutrían así de mano de obra gratuita o muy barata. Gracias a eso pudo el gobierno nazi mantener hasta el final de la Guerra un nivel de vida relativamente aceptable para toda la población alemana libre y evitar el que las mujeres alemanas tuvieran que ser reclutadas para el trabajo en la industria cuando todos los hombres útiles eran enviados a la guerra. Dicen también los historiadores que de no ser por esa mano de obra de los presos de los campos, los prisioneros de guerra y los trabajadores forzosos extranjeros, Alemania no habría podido proseguir la guerra más allá de 1942. El trato de tales trabajadores forzosos y esclavos era tanto peor cuanto más abajo estuvieran en la escala racial que los nazis atendían. Los peores tratos los soportaban los prisioneros judíos, así como los prisioneros y trabajadores forzosos rusos y polacos. Los provenientes de Centro y Norte de Europa tenían condiciones mejores.
Finalizada la Guerra, se comenzó a reclamar que tanto el Estado Alemán como las industrias que se habían beneficiado de aquellos trabajadores forzados les indemnizaran por el abuso sufrido y los beneficios que habían reportado. Durante décadas no prosperaron en Alemania tales peticiones. El Gobierno sostenía que ya habían sido indemnizados los que debían serlo. Las empresas mantuvieron durante mucho tiempo lo que ya había alegado la firma Krupp en los procesos de Nuremberg: que no habían hecho nada ilegal, que se había procedido según las necesidades de una economía de guerra y que las empresas, en esa situación, habían actuado conforme a lo que era su obligación patriótica. Afirmaban, además, que quien había forzado los trabajos había sido el Gobierno nazi y que las empresas ya habían pagado por esa mano de obra a las SS en su momento. El mismo Tribunal Supremo Federal Alemán consideraba, en los años sesenta y setenta, que aquellas empresas no habían actuado a título propio, sino como “cuasiempresas” y como “agencias del Reich” u “órganos auxiliares de la administración penitenciaria”, razón por la que se rechazaban las demandas individuales contra ellas.
Hubo antes procesos con resultados verdaderamente risibles. En 1957 comienza un proceso motivado por la demanda interpuesta por Adolf Diamant, un judío que tenía veinte años cuando fue deportado del gueto de Lodz a Auschwitz. Toda su familia fue enviada a las cámaras de gas y a él lo seleccionaron para trabajar, como prisionero del campo de concentración de Neugamme, en la empresa Büssin. El tribunal dictaminó que “nadie puede comprar el trabajo de una persona que ha sido antijurídicamente privada de su libertad” y condenó a la empresa a indemnizar a Adolf Diamant con la cantidad de … 177,80 marcos alemanes. Tan irrisoria indemnización disuadió a muchos otros posibles demandantes.
Ante esa situación, en los años noventa se presentaron demandas ante tribunales norteamericanos, solicitando que las filiales norteamericanas de industrias que usaron mano de obra esclava en la Alemania nazi, como Mercedes Bend, Ford y Volkswagen, fuesen condenadas a indemnizar en Estados Unidos a los supervivientes de aquellos que fueron sus esclavos. En cuanto a los pleitos que en Alemania se planteaban por estos asuntos hasta los años noventa, muchas reclamaciones no tenían éxito porque se trataba de personas que ya habían sido resarcidas en otros conceptos (por ejemplo, por secuelas físicas de su estancia en campos de concentración. Una ley de 1956, complementada por otra de 1965, disponía indemnizaciones para las víctimas alemanas de homicidios, daños corporales y privación ilícita de libertad, pero no compensación por los trabajos forzados; unas 360.000 personas fueron indemnizadas por estos conceptos), o por problemas de prescripción de plazos. Por otro lado, después de 1989 comenzaron a llegar a los juzgados alemanes demandas de ciudadanos de Europa Central y Oriental que hasta ese momento no habían podido acceder a la judicatura alemana.
En el verano de 1998 se organizó la campaña “Justicia para los supervivientes del trabajo forzado nazi” y se plantearon numerosas demandas nuevas contra el Estado Alemán y contra las empresas. La creciente incertidumbre para Estado y empresas, así como la presión de una opinión pública cada vez más concienciada de la injusticia, condujeron a la búsqueda urgente de soluciones extrajudiciales. Algunas empresas, como Volkswagen o el Dresdner Bank, constituyeron fondos para indemnizar a sus antiguos trabajadores forzosos. Otras, como Siemens o BMW, se declararon dispuestas a aportar dinero si el Estado creaba un fondo para compensaciones. Finalmente se buscó la salida en un acuerdo entre el Estado y las empresas para crear un fondo de indemnización y abrirlo a las solicitudes de todos los antiguos trabajadores esclavos y forzosos.
El 23 de marzo de 2000 se alcanzó en Alemania el acuerdo para indemnizar a las víctimas del trabajo forzoso y de otros daños (especialmente como consecuencia de experimentos médicos o de fallecimiento o lesiones graves de menores internados en alojamientos para hijos de trabajadores forzosos) bajo el nazismo, con una suma global de diez mil millones de marcos. La vía elegida fue la de crear una fundación que se hace cargo de tal cometido. La ley que crea y regula esta fundación llamada “Memoria, responsabilidad y futuro” es de 2 de agosto de 2000. Dicha ley estableció como plazo para solicitar las mencionadas indemnizaciones hasta el 31 de diciembre de 2001. La indemnización podían solicitarla las propias víctimas o sus herederos en el caso de que aquéllas hubiesen fallecido con posterioridad al 15 de febrero de 1999.
Por otro lado, el 17 de julio de 2000 se firmó un Acuerdo entre el Alemania y Estados Unidos por el que la Fundación se compromete a asumir todas las indemnizaciones futuras y es designada como la única instancia ante la que presentar las reclamaciones por la explotación en las industrias alemanas de la época nazi. Se quiso así, como es evidente, acabar con las demandas ante los tribunales norteamericanos contra las actuales filiales estadounidenses de aquellas empresas.
A fecha de noviembre de 2002 la Fundación había desembolsado 1.927 millones de euros para pagar el primer plazo de la indemnización (la ley prevé que el pago tenga lugar en dos plazos) a un millón ciento siete mil víctimas de trabajo esclavo y forzoso hasta ese momento reconocidas. De ellas, por ejemplo, 384.077 eran polacas, 320.207 ucranianas, 114.765 judías y 88.200 rusas. Los indemnizados pertenecen a unos setenta y cinco Estados distintos. Hasta agosto de 2002 se había aprobado la indemnización para sesenta españoles.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Hay que mencionar en primer lugar la novela de Thomas Keneally, La lista de Schindler, publicada en castellano por Ediciones B., con traducción de Carlos Peralta. El original en inglés es de 1982.
1. Estudios sobre la película
En castellano es totalmente recomendable el libro de Arturo Lozano Aguilar, Steven Spielberg, La lista de Schindler, Barcelona, Paidós, 2001.
Importantes recopilaciones o monografías extranjeras de estudios sobre la película son las siguientes
– Th. Fensch, Oskar Schindler and his List. The Man, the Book, the Film, the Holocaust and Its Survivors, Forest Dale (Vermont), Paul S. Erikson, 1995.
– Y. Loshitzky (ed.), Spielberg´s Holocaust. Critical Perspectives on Schindler´s List, Bloomington & Indianapolis, Indiana University Press, 1997.
– F. Palowski, Witness. The Making of Schindler´s List, Londres, Orion, 1998.
– J.-M. Noack, “Schindlers Liste”: Authentizität und Fiktion in Spielbergs Film, Leipzig, Leipziger Universitätsverlag, 1998.
El guión de la película puede verse en distintas direcciones de internet. Por ejemplo:
– http://blake.prohosting.com/awsm/script/schindlerslist.txt
– http://www.un‑official.com/The_Daily_Script/slist.doc
– http://www.scriptdude.com/frames/moviescripts/SchindlersList.pdf
Estudios sobre la representación de los campos de concentración en el cine, aunque sin análisis de La lista de Schindler, pueden verse muy destacadamente en los siguientes libros.
– I. Avisar, Screening the Holocaust.. Cinema´s Images of the Unimaginable, Bloomintong & Indianapolis, Indiana University Press, 1988.
– A. Insdorf, Indelible Shadows. Film and the Holocaust, Cambridge, Cambridge University Press, 2ª ed., 1989.
– J. Doneson, The Holocaust in American Film, Philadelphie, The Jewish Publication Society, 1987.
– A. Lozano Aguilar (coord.), La memoria de los campos. El cine y los campos de concentración nazis, Valencia, Ediciones de la Mirada, 1999.
Sobre la problemática general de la representación del Holocausto en el cine y en las demás artes, con valiosas referencias a La lista de Schindler, merecen ser citados:
– S. Kramer, Auschwitz im Widerstreit. Zur Darstellung der Shoah in Film, Philosophie und Literatur, Wiesbaden, Deutscher Universitäts-Verlag, 1999.
– S. Krankenhagen, Auschwitz darstellen. Ästhetische Positionen zwischen Adorno, Spielberg und Walser, Köln, Böhlau, 2001.
– José A. Zamora, “Estética del horror. Negatividad y representación después de Auschwitz, en: Isegoría, 23, diciembre 2000, págs. 183-196.
2. Algunas referencias bibliográficas sobre los hechos referidos
De la absolutamente ingente bibliografía sobre el nazismo, mencionaré sólo unos pocos libros que han guiado más directamente la narración de los hechos en el texto.
El ambiente general de la época del nazismo en Alemania, así como las actitudes predominantes entre la población respecto a la barbarie imperante está muy bien reflejado en los siguientes libros, todos bien recientes:
– Chr.R. Browning, Aquellos hombres grises. El Batallón 101 y la Solución Final en Polonia, Barcelona, Edhasa, 2002, trad. de Montse Batista.
– M. Burleigh, El Tercer Reich. Una nueva historia, Madrid, Taurus, 2002, trad.de José Manuel Álvarez Flórez.
– R. Gellately, No sólo Hitler. La Alemania nazi entre la coacción y el consenso, Barcelona, Crítica, 2002.
– D. Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, Madrid, Taurus, 1997.
– E.A. Johnson, El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán, Barcelona, Paidós, 2002.
– C. Vidal, El Holocausto, Madrid, Alianza, 1995.
Sobre los campos de concentración, sus comandantes y personal, su significado económico, la explotación de los prisioneros, etc. pueden verse, entre muchas, las siguientes obras:
– H. Buchheim, etc., Anatomie des SS-Staates, München, Deutscher Taschenbuch Verlag, 7ª ed. 1999 (1ª ed. 1967).
– U. Herbert, K. Orth, Chr. Dieckmann (eds.), Die nationalsozialistischen Konzentrationslager. Entwicklung und Struktur, 2 vols., Göttingen, Wallstein, 1998.
– H. Kaienburg (ed.), Konzentrationslager und deutsche Wirtschaft 1939-1945, Opladen, Leske und Budrich, 1996.
– T. Segev, Soldiers of Evil. The Commandants of the Nazi Concentration Camps, New York, McGraw-Hill, 1988.
– W. Sofsky, Die Ordnung des Terrors: Das Konzentratioslager, , Frankfurt M., Fischer, 1999, 3ª ed.
– J. Kotek, P. Rigoulot, Los campos de la muerte. Cien años de deportación y exterminio, Barcelona, Salvat, 2001 (capítulo 8, págs. 305-484).
De las obras sobre el tratamiento jurídico de la criminalidad nazi cabe destacar las siguientes, también entre muchas:
– B. Just-Dahlmann, H. Just, Die Gehilfen. NS-Verbrechen und die Justiz nach 1945, Frankfurt M., Athenäum, 1988.
– K. Freudiger, Die juristische Aufarbeitung von NS-Verbrechen, Tübingen, Mohr, 2002.
– S. Jung, Die Rechtsprobleme der Nürnberger Prozesse, Tübingen, Mohr, 1992.
– I. Müller, Furchbare Juristen. Die unbewältigte Vergangenheit unserer Justiz, München, Knaur, 1989.
– Redaktion Kritische Justiz (ed.), Die juristische Aufarbeitung des Unrechts-Staats, Baden-Baden, Nomos, 1998.
– A. Rückerl, NS-Verbrechen vor Gericht. Versuch einer Vergangenheitsbewältigung, Heidelberg, C.F.Müller, 1984.
– G. Werle, Th. Wandres, Auschwitz vor Gericht: Völkermord und bundesdeutsche Strafjustiz, München, Beck, 1995.
Con todo, la mejor representación de la vida en los campos nazis y de los trabajos de sus internos puede verse en las memorias noveladas de algunos grandes escritores sobrevivientes. Sin ánimo ninguno de exhaustividad me atrevo a recomendar las obras de Primo Levi (Si esto es un hombre, La tregua), Robert Antelme (La especie humana), Jorge Semprún (Viviré con su nombre, morirá con el mío) e Imre Kertész (Sin destino). Sobre la vida en los ghetos es de suma actualidad, gracias a la película de Polanski, la obra de Wladyslaw Szpilman, El pianista del gueto de Varsovia. Habría que citar también importantes ensayos de Jean Améry o Elie Wiesel, así como algunos fundamentales poemas de Paul Celan. Por último, aunque no de un excautivo, no se puede dejar sin mención la potente reflexión de Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz (Valencia, Pre-Textos, 2000). La lista, por supuesto, podría ser mucho más larga.
LA LISTA DE SCHINDLER. SOBRE ABISMOS QUE EL DERECHO DIFÍCILMENTE ALCANZA
Juan Antonio García Amado
(Este escrito se publicó en 2003 como libro por la Editirial Tirant lo Blanch, de Valencia, como nº 7 de la colección “Cine y Derecho”. También se publicó, traducido al portugués por R. Menna Barreto y G. Schwartz, en 2009: A Lista de Schindler. Sobre abismos que o Direito dificilmente alcalça, Porto Alegre, Livraria do Advogado Editora).
“El totalitarismo es la gran novedad de este siglo, es la experiencia terrorífica que hizo temblar sus cimientos… ¿Los cimientos de qué? De todo, pero en particular de nuestras ideas racionales habituales. El totalitarismo expulsa de sí mismo y pone fuera de la ley al ser humano. Pero precisamente esa situación fuera de la ley, esta muerte masiva que es de mártires, aunque sean involuntarios, vuelve a traer a la mente del hombre aquello de lo que fue despojado, la columna básica de su cultura y de su existencia, la ley” (Imre Kertész, Un instante de silencio en el paredón).
INDICE
PRESENTACIÓN
I. FICHA TÉCNICA
II. LA PELÍCULA FRENTE A LA HISTORIA
1. La realidad de los hechos y la representación de los hechos.
2. Más que personajes, estereotipos.
3. Sutiles mensajes ideológicos.
III. LOS HECHOS, LOS PERSONAJES, LOS LUGARES.
1. Hechos
1.1. Los campos de concentración.
1.2. La explotación privada de los prisioneros de los campos.
1.3. El personal SS.
1.4. Organización y vida diaria de los prisioneros.
2. Personajes de la película
2.1. Oskar Schindler
2.2. Amon Goeth, comandante del campo de Plaszow
3. Lugares de la película
3. 1. El Campo de Plaszow
3.2. El gueto de Cracovia
IV. EL DERECHO ANTE EL NAZISMO: LUCES Y SOMBRAS
1. De los juicios de Nuremberg al Tribunal Penal Internacional
2. La persecución penal de los crímenes nazis después de los juicios de Nuremberg.
3. Indemnizaciones para los trabajadores forzosos.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
PRESENTACIÓN.
La lista de Schindler es generalmente mencionada como la película que rompe con el llamado tabú cinematográfico de las cámaras de gas, pues contiene una muy discutida escena en las cámaras de Auschwitz. Antes, los directores que filmaron historias ambientadas en el nazismo y el holocausto habían evitado rebasar esa barrera, compartiendo tácitamente la idea de que un horror de tal calibre superaba toda posibilidad de seria expresión directa y realista. Y así sigue siendo en gran medida. Baste recordar que en la reciente película Amen, de Costa-Gavras, hay una crucial escena en que el protagonista mira por la mirilla de la puerta de la cámara de gas y contempla la muerte que dentro está ocurriendo, pero al espectador no se le muestra nada de lo que su mirada ve. En cambio, la pretensión realista de Spielberg hace que no quiera ahorrar al espectador la contemplación de los detalles más escabrosos, si bien, como veremos, será muy criticado por el equívoco mensaje que en algunas escenas, como la misma de la ducha, se desprende sobre la verdadera intensidad del horror y sobre el destino de los judíos en los campos.
La película está marcada por la tensión entre dos circunstancias paralelas. Por una parte, la de ser una ficción que reproduce, o pretende reproducir, una historia verdadera, la misma que había sido novelada, con más pormenor, en el libro de Thomas Keneally Schindler´s List, originariamente publicado en 1982. Por otra, la de ser una película realizada con técnicas propias del estilo realista, con apariencia documental, incluso, en muchas ocasiones, pero que, a juicio de numerosos historiadores y críticos da una visión demasiado sesgada de la realidad, lo cual sería el precio que ha de pagar toda pretensión de recrear artísticamente un fenómeno tan abismalmente incomprensible como las prácticas criminales del nazismo. De ahí que sea tan enconado el debate entre quienes son partidarios del estilo propiamente documental y más pudoroso, por así decir, de la cinta Shoah, de Claude Lanzmann, el otro gran testimonio cinematográfico sobre el holocausto, y quienes prefieren las recconstrucciones al modo de Spielberg, especialmente por su capacidad para calar en un público masivo y generar en él la reflexión sobre lo que no debe caer en el olvido.
Como quiera que sea, este libro no tiene que ser de cine, sino de derecho, tomando como base la película que comentamos. Como estudio cinematográfico de la película podemos remitir al lector al magnífico libro La lista de Schindler. Steven Spielberg, publicado en 2001 por Arturo Lozano Aguilar. Por tanto, nos importan los problemas jurídicos que al hilo de la cinta cabe plantear. Y, naturalmente, si hablamos del nazismo y sus aberraciones, dichos problemas pueden ser prácticamente infinitos. Por esa razón hemos tenido que optar de salida entre una doble posibilidad: tomar pie minuciosamente en concretas escenas y particulares anécdotas de las que en la película se narran, para glosarlas en su alcance jurídico, de modo que por esa especie de vía inductiva pudiéramos acabar en el tratamiento de problemas jurídicos generales; o prescindir del detalle preciso y arrancar directamente de las preguntas más relevantes que al lego en leyes se le pueden suscitar al contemplar la película en su conjunto. Hemos elegido esta última alternativa. En consecuencia, no haremos análisis jurídicos de sucesos particulares de la película, sino que iremos directamente a las grandes preguntas que pueden inquietar a quien la contemple como exposición de los radicales abusos del nazismo. Y de esas grandes cuestiones, nos preocupará ante todo una: ¿cómo reaccionó el derecho, dentro y fuera de Alemania, cuando aquel putrefacto régimen terminó, con la derrota militar que puso fin a la Segunda Guerra Mundial? Al final de la película se muestra fugazmente la ejecución en la horca de Amon Goeth, el comandante del campo de concentración de Plaszow y, antes, responsable de la evacuación del gueto de Cracovia. Pues bien, eso es lo que queremos plantear, quién, cómo, cuándo, dónde y con qué argumentos jurídicos hizo justicia, si es que se hizo, a las víctimas del nazismo y a la vesania y el oportunismo de sus verdugos y beneficiarios.
Naturalmente, de los muchos problemas prácticos con que el derecho se topó a propósito del nazismo, dirigiremos nuestra mirada solamente a los que puedan tener más directa relación con lo que en la película se nos cuenta. En consecuencia, tres serán los focos principales de nuestra atención desde los miradores del derecho: cómo respondió (y responde) frente a los crímenes del nazismo el derecho internacional, y cómo los encajó en sus categorías y normas el derecho penal. Por último, nos preguntaremos también si se compensó de alguna manera a los millones de prisioneros que con su trabajo esclavo rindieron al Estado alemán y a tantas empresas alemanas grandísimos beneficios.
Pero antes de plantear esos asuntos de derecho nos pararemos en dos capítulos previos. Uno será la exposición, resumida, de las más destacadas objeciones que a esta cinta se han hecho desde los campos de la crítica ideológica e histórica. Y otro, una breve ampliación de los datos históricos, de manera que las posibilidades analíticas y críticas del espectador de la película se agranden con el conocimiento de más extensos y precisos datos de lo acontecido en el mundo y el tiempo que la película recrea. En suma, nuestro recorrido será así: del análisis de la película bajo la óptica de la teoría social pasamos a la historia real de los hechos narrados y al trasfondo histórico de los mismos, y desde ahí saltamos al derecho y nos preguntamos por su capacidad de reacción ante fenómenos de tal magnitud. Que la respuesta a esta última pregunta será un tanto escéptica, a la vista de las enseñanzas de la historia del siglo XX, es lo que justifica el largo subtítulo que hemos elegido y que nos sirve también de conclusión : abismos que el derecho difícilmente alcanza.
I. FICHA TÉCNICA.
Título original: Schindler’s List
Año: 1993
País: Estados Unidos
Duración: 188 min.
Director: Steven Spielberg
Guión: Steve Zaillian (basado en la novela de Thomas Keneally)
Productores: Irving Goving, Kathleen Kennedy, Branko Lustig, Gerald R. Molen, Robert Raymond, Lew Rywin, Steven Spielberg.
Fotografía: Janusz Kaminski
Música original: John Williams
Diseño de producción: Allan Starski
Dirección artística: Ewa Skoczkowska y Maciej Walczak
Decorados: Eva Braun
Montaje: Michael Kahn
Reparto: Liam Neeson (Oscar Schindler), Ben Kingsley (Itzhak Stern), Ralph Fiennes (Amon Goeth), Caroline Goodall (Emilie Schindler), Jonathan Sagalle (Poldek Pfefferberg), Embeth Davidtz (Helen Hirsch), Malgoscha Gebel (Victoria Klonowska), Shmulik Levy (I) (Wilek Chilowicz), Mark Ivanir (Marcel Goldberg), Michael Schneider (Juda Dresner), Anna Mucha (Danka Dresner), Adj Nitzan (Mila Pfefferberg), Ezra Dagan (Rabino Lewartow), Hans-Michael Rehberg (Rudolph Höss), Daniel Del Ponte (Josef Mengele).
II. LA PELÍCULA FRENTE A LA HISTORIA.
Imre Kertész, reciente premio Nobel de literatura y sobreviviente de los campos de concentración nazis, escribió lo siguiente sobre la película de Spielberg: “Sí, el sobreviviente contempla con impotencia cómo le quitan su única posesión: las experiencias auténticas. Sé que muchos no coinciden conmigo cuando califico de kitsch la película de Spielberg La lista de Schindler. Dicen que Spielberg prestó un gran servicio a la causa por cuanto su película atrajo a los cines a millones de personas, muchas de las cuales no mostraban normalmente interés por el tema del «holocausto». Puede ser. Pero ¿por qué debo yo, sobreviviente del holocausto y poseedor de otras experiencias del terror, alegrarme de que sean cada vez más las personas que ven estas experiencias en la pantalla… de manera falsificada? Es evidente que el norteamericano Spielberg, quien, por cierto, aún no había nacido en la época de la guerra, no tiene ni idea -ni puede tenerla- de la auténtica realidad de un campo de concentración nazi (…) Veo el mensaje más importante de su cinta en blanco y negro en la multitud victoriosa que al final de la película aparece en color; pero considero kitsch cualquier descripción que no implique las amplias consecuencias éticas de Auschwitz y según la cual el SER HUMANO escrito con mayúscula -y con él, el ideal de lo humano- puede salir intacto de Auschwitz. (…) Considero kitsch cualquier descripción que procura tratar el holocausto de una vez para siempre como algo ajeno a la naturaleza humana y expulsarlo del ámbito de experiencias del hombre. Además, considero también kitsch degradar Auschwitz a un simple asunto entre alemanes y judíos, o sea, a algo así como una incompatibilidad fatal entre dos colectivos; prescindir de la anatomía política y psicológica de los totalitarismos modernos; no concebir Auschwitz como una experiencia universal, sino como algo limitado a los directamente afectados. Por otra parte, considero kitsch todo cuanto es kitsch” (Un instante de silencio en el paredón, p. 92).
Las palabras de Kertész sintetizan en buena parte el tono general de las objeciones que a la película se han puesto desde las filas de la crítica cultural y de algunos sobrevivientes del holocausto. Junto a la entusiasta recepción del público y la crítica cinematográfica, unos pocos autores han venido denunciando la película por sus numerosos falseamientos, por sus abundantes simplificaciones de la realidad histórica o el drama moral y por sus negativas consecuencias ideológicas, derivadas de que, sutilmente, produce más refuerzo de estereotipos negativos y rancios que auténtica reflexión ética y política.
Trataré a continuación de resumir los más relevantes y repetidos de esos reproches. Los sistematizaré según que se refieran a los hechos, los caracteres y la ideología de fondo.
1. La realidad de los hechos y la representación de los hechos.
La crítica cinematográfica coincide en atribuir a Spielberg un propósito de realismo, bien visible en el uso del blanco y negro y en ciertos planos que recuerdan el estilo del documental. Sin embargo, bajo ese rasgo estilístico se escondería una gran falta de fidelidad histórica en el tratamiento de los hechos. Semejante crítica se vincula con varios datos principales: lo poco verosímil de ciertas escenas que se representan, lo engañoso de la historia que se cuenta y del modo como se cuenta, unido a lo que se silencia y no se muestra.
Respecto de lo primero, pongamos un solo ejemplo, señalado por un crítico alemán (Kramer): en la película, los prisioneros judíos polacos hablan con toda normalidad con los alemanes. Desaparece así uno de los elementos esenciales del caos de la convivencia en los campos, como era la difícil comunicación en aquella torre de Babel de lenguas en la que, además, los prisioneros que no conocían el alemán, y que eran la mayoría, tenían muchas menos posibilidades de sobrevivir. Los atajos expresivos que el cine, y especialmente el de Hollywood, necesita se cobran el precio de la simplificación de la realidad. Toda la literatura escrita por los supervivientes muestra a los prisioneros en una situación en sí misma incomprensible y envueltos, además, en una circunstancia de muy difícil comunicación, tanto entre ellos mismos como con sus guardianes. De esto en la película no hay rastro apenas, y es este una paso crucial en la trivialización de la vida de los campos: hacer que el espectador comprenda significa ocultarle la real situación de radical incomprensibilidad e incomunicación que supuestamente se le quiere describir.
En cuanto a lo engañoso del modo en que se combina lo que en la película se narra y lo que se calla, podemos mencionar varios aspectos. Se ha insistido mucho, en primer lugar, en la desfiguración que supone presentar como asunto central de una película sobre el holocausto lo que no fue la regla, sino la excepción. Porque la regla, lo “normal”, no fue la salvación, sino la aniquilación, la muerte en las cámaras. Lo “normal” no era que por las duchas de Auschwitz saliera agua, sino zyklon-b, el gas letal. Como apuntan Kramer o, entre nosotros, José A. Zamora, se embellece la realidad de Auschwitz al presentar una excepción donde apenas las hubo. En el mismo sentido dice Omer Bartov que el transformar un caso completamente extraordinario en un segmento representativo de historia, dejando al margen el caso del holocausto más real, supone una distorsión de la realidad, realidad que fue la de la aniquilación industrialmente organizada. Pasa a segundo plano que la mayoría de los judíos murieron, que la mayoría de los alemanes colaboraron con los asesinos o fueron cómplices pasivos, que la mayoría de las víctimas enviadas a las duchas fueron gaseadas y que la mayoría de los supervivientes no caminaron por campos verdes hacia Palestina ni llegaron a la tierra prometida (como muestra el final de la película), pues no tenían adonde ir.
Según ese mismo autor, la película sufre bajo dos exigencias contradictorias, habituales en las narraciones cinematográficas del pasado: la pretensión de autenticidad histórica y la pretensión de que ganen la bondad y la decencia, el bien sobre el mal. En el caso del holocausto, lo común fue la victoria del mal, en cuanto que la mayoría de las víctimas murieron. Por tanto, el holocausto que Spielberg retrata no es el más real, es la excepción puntual. La historia de Schindler es cierta, pero no es, en absoluto, representativa. En cambio, la historia más real y representativa es “irrepresentable” con arreglo a las convenciones de Hollywood. Frente al mensaje implícito de que el esfuerzo y la resistencia de los mejores y más honestos puede salvar la vida incluso en una situación como aquélla, lo cierto es que los supervivientes no fueron mejores que muchas de las víctimas, sólo el azar les salvó, excepcionalmente.
El mismo Bartov insiste en que lo criticable no es que no muestre a la gente en Auschwitz al ser gaseada, sino que la muestre no siéndolo; no que no enseñe los cuerpos deteriorados de los prisioneros, sino que exponga sanos y atractivos cuerpos desnudos de mujeres jóvenes cuyos peinados recuerdan la moda actual. En palabras de Cheyette, los espectadores contemplan las grandes filas que esperan ante las cámaras de gas en Auschwitz, pero la impresión que queda es la de la salvación en verdaderas duchas. Del mismo modo, vemos a Mengele y al resto del personal del campo a través de esos ojos de quienes se salvan y apenas los padecen. Desaparece así todo realismo en la película y, además, se trivializa la yuxtaposición de vida y muerte. A los que sobreviven no se les aprecian realmente los efectos de la muerte que todo lo corroe alrededor. Un ejemplo de esa mañosa superposición es que, por un lado, se ha mostrado el montón de dientes de oro extraídos a los asesinados; y, por otro, con un diente de oro de un judío de Schindler se fabrica su anillo con la inscripción.
En realidad, como indica Kramer, Spielberg no hace más que seguir las pautas habituales de Hollywood: nos identificamos con los protagonistas y éstos sobreviven. Son los personajes no centrales los que mueren. Así, la lógica de la supervivencia y la muerte es artificiosamente adaptada a nuestras necesidades identificatorias.
Con todo esto el éxito de la película se garantiza, a costa de producir más satisfacción que escozor. Según el duro veredicto de Bartov, la película conforta muchas sensibilidades sin apenas herir otras: para los alemanes, sirve para mostrar que no todos fueron colaboradores de la masacre; los sionistas encuentran en las escenas finales la idea que da sentido retrospectivo a los sucesos y tranquiliza frente a la imagen de tantos judíos caminando “como ovejas al matadero”; los cristianos y humanistas bienpensantes ven reaparecer la imagen del buen samaritano y la esperanza de una decencia humana que surge hasta de los sentimientos más innobles y en las situaciones más desesperadas, humanizando así hasta el mismo mal. La imagen, pues, que permanece en el espectador, es tranquilizadora y estimulante. No sería en esto una excepción la película que comentamos, pues, como ha resaltado Judith Doneson, esa es la tendencia general de las películas sobre el holocausto, ya que la mayoría de ellas ofrecen una imagen distorsionadora. Los que salvaron judíos fueron muy pocos y, sin embargo, a tenor de las películas, parece “que durante esa era de espanto la bondad atravesaba Europa”, pues en la mayoría de esas cintas aparecen cristianos gentiles intentando salvar las vidas de débiles y pasivos judíos.
2. Más que personajes, estereotipos.
Se ha reprochado que La lista de Schindler encierra una estética maniquea, que se pone de manifiesto especialmente en los caracteres de los personajes. Las críticas aquí se concentran en el modo de presentar el contraste entre Schindler y Goeht, el comandante del campo de Plaszow, y en la representación que se hace de los judíos.
Según Bartov, los caracteres de la película son estereotipos cinematográficos: un malo que es la maldad y perversidad absoluta (Goeth), un bueno cuyo mefistofélico y ambivalente carácter va desapareciendo a medida que la película avanza y que se convierte en la quintaesencia del bien, y unas víctimas, los judíos, que figuran como el simple background para la heroica, épica lucha entre el bien y el mal. Schindler y Goeth son estereotipos al modo de Hollywood, más caricaturas que caracteres (Hartman, Horowitz). Spielberg traza algo así como una simetría o imagen invertida de Schindler y Goeth, como si en ellos se encarnaran cualidades morales opuestas cuya contundencia e indiscutible presencia hiciera ociosa toda reflexión psicológica, social, política o ética. Lo absoluto del bien y del mal y su inmediata evidencia le ahorran al espectador la reflexión y el esfuerzo por penetrar en la circunstancia histórica. Como ha destacado Cheyette, esa contraposición metafísica deja al espectador sin necesidad de preguntarse qué convierte a una persona en un aborrecible asesino nazi y permite al espectador tomar partido por la palmaria verdad sin necesidad de compromiso moral personal y autoexamen.
Muy interesantes resultan las observaciones sobre el hecho de que presentar a Goeht como un psicópata supone desfigurar la realidad común a la mayor parte de los ejecutores nazis, quienes eran, en los términos del libro de Christopher Browning, ordinary men (entre nosotros el libro se ha publicado con el título Aquellos hombres grises), tipos corrientes. Así lo señala Robert Leventhal, siguiendo a Zygmunt Bauman: convertir a Goeth en un sádico, demonizarlo y pintarlo como un monstruo excepcional es ocultar lo más inquietante y horrible del nazismo como fenómeno social, el hecho de que la mayoría de los que movían su maquinaria de muerte no eran asociales desviados, sino gente que podría superar cualquier test de normalidad e integración social, buenos padres de familia, probos funcionarios y ciudadanos sin tacha. Quedaría así ignorado el fenómeno más identificatorio del nazismo y que Hannah Arendt denominó para la posteridad como “la banalidad del mal”. Más adelante aludiré al modo como ese mismo carácter perfectamente “normal” y exento de cualquier pizca de sentimiento de culpa o inadaptación social se aprecia en el más famoso de los comandantes de campo, Rudolph Höss (quien también aparece fugazmente en la película, interpretado por Hans-Michael Rehberg).
Muy certeras suenan la consideraciones que la crítica más aguda ha hecho sobre el modo en que los judíos nos son presentados en la película. Curiosamente, las cualidades y los caracteres con que se nos aparecen coinciden con los tópicos antisemitas. Los vemos comerciando en el mercado negro, buscando beneficio económico, tratando de esconder oro o joyas, individualistas e insolidarios, etc. Como ha estudiado Doneson, en las escenas del gueto abundan los ejemplos de comportamiento insolidario de los personajes judíos que van apareciendo. Además, salvo Itzhak Stern, ni un solo judío exhibe una pizca de valentía. Spielberg, a diferencia de la novela, no hace ni una sola mención de las labores solidarias (hospitales, orfanatos, lugares para los viejos…) que grupos de judíos realizaban en el gueto de Cracovia, ni de los movimientos de resistencia que allí se organizaron. Las simpatías que la película despierta se proyectan sobre Oskar Schindler, un alemán, un ario, por lo demás, mientras que los judíos no serían más que el detonante que, con su sufrimiento, hace nacer en Schindler la bondad que a él le redime y santifica y a ellos simplemente los salva, a pesar de su avaricia, su cobardía, su victimismo, etc.
También se ha objetado a Spielberg el haber reflejado otro de los lugares comunes del más zafio antisemitismo de la época: la oscura, turbia sexualidad de la mujer judía. La imagen que la propaganda nazi dibujaba de dicha sexualidad es la misma que parece expresarse en las actitudes de Helen Hirsch, la sirvienta judía de Goeth. En realidad, ha habido quien, como Horowitz, ha criticado todo el tratamiento de los personajes femeninos de la película. Según esta autora, en la película las mujeres quedan, en cierto sentido, al margen de la guerra entre los nazis y los judíos. Los protagonistas masculinos se acuestan con mujeres arias, no con judías. Y esas mujeres arias no tienen personalidad más allá de su función sexual, de la misma manera que las mujeres judías tampoco tienen vida al margen del campo. Los personajes femeninos de la película son “moralmente inertes”. En eso aparecen asimiladas a los judíos y unas y otros se representan según un estereotipo reificado, como categorías naturales de género o raza.
3. Sutiles mensajes ideológicos.
La lectura de la película en términos de crítica ideológica ha dado resultados sorprendentes y muy dignos de atención. Mencionaré sólo tres asuntos: la vinculación entre sexo y violencia, el mensaje sionista y la moraleja cristiana.
La presencia de contenidos sexuales, más o menos larvados, ha sido reprobada por numerosos tratadistas. Se destaca sobre todo la escena entre Goeth y Helen Hirsch y, muy especialmente, la escena de la ducha en Auschwitz. Habría sutiles elementos de la estética sadomasoquista que se hace explícita en otras películas ambientadas en el nazismo, como Portero de noche. Son muchos los que reprochan a Spielberg los equívocos, ya señalados, en el tratamiento del personaje de Helen Hirsch o el modo como la cámara se demora en la belleza de los cuerpos femeninos enmedio del horror de la inminente posibilidad de muerte en la cámara de gas. Según nos cuenta Horowitz, la escena de las duchas fue incluida por la insistencia de algún productor que quería hacer más comercial la película. Por consiguiente, tanto el contenido de la escena (cuya música, tono, iluminación, etc. son diferentes del resto de la película), como las circunstancias de su producción demostrarían su propósito de construir una imagen erótica de las víctimas femeninas del holocausto. Es curioso que en una entrevista Spiegel Online, publicada el reciente 9 de enero de 2003, Miezyslaw Pemper, uno de los “judíos de Schiendler”, que en la realidad había sido además el escribiente privado de Amon Goeth (en la película Spielberg fundió en un único personaje su figura y la de I. Stern), dice que lo que menos le gusta de la película es la escena de la bodega con Helen Hirsch, aunque reconoce que en todo film de Hollywood debe haber concesiones al erotismo.
Lo anterior, curiosamente, choca con el tipo de moral sexual que la película nos propone y que se aprecia en las consideraciones que la propia Horowitz expone. La metamorfosis espiritual de Schindler va acompañada del cambio en sus comportamientos sexuales: cuando se hace bueno besa castamente y acaba prometiéndole fidelidad a su esposa. Con ello, como dice esta autora, genocidio y fornicación se presentan como moralmente equivalentes, en cuanto que la bondad implica el rechazo de ambos.
Los elementos de proselitismo sionista han sido destacados, entre otros, por la misma Horowiz, que los sintetiza en la siguiente frase: “después de las cenizas de Auschwitz, el nacimiento de Israel”. Al final de la cinta, el soldado ruso les dice a los judíos de Schindler , muy poco verosímilmente, que no pueden ir ni al Este ni al Oeste. Está claro que el único camino posible es el de Sión. No se ve a los judíos salir a buscar comida en la Checoslovaquia en la que se encuentran, sino que echan a andar hacia su destino en Israel y en ese momento el blanco y negro cambia a color para simbolizar el tránsito del pasado al presente, al presente en Israel, y ello al ritmo de la canción Jerusalem of Gold, que fue un éxito de Naomi Shemer en 1967, durante la Guerra de los Seis Días.
En cuanto a la latente apología del cristianismo, con sus consiguientes ocultaciones de realidades históricas, es muy bien retratada por Horowitz. Así, en la película, cuando Schindler aún no era bueno visitó la iglesia para hacer un contacto de negocios. Luego, cuando se está redimiendo, ya va a la iglesia con respeto y allí se sienta detrás de su esposa y reza. Al final, cuando los judíos van detrás de él hacia la salvación definitiva, hace la señal de la cruz. Esa amalgama de judaísmo y cristianismo (Schindler le dice al pastor que vaya preparando la Sabbath) también es ideológicamente distorsionadora, pues esconde la honda historia del antisemitismo cristiano en Europa. En cambio, en la película el judaísmo es redimido por el cristianismo.
III. LOS HECHOS, LOS PERSONAJES, LOS LUGARES.
1. Hechos.
1.1. Los campos de concentración.
Hay dos etapas en los campos de concentración del nazismo. En la primera, que comienza ya en 1933, se usan para internar a opositores, presos políticos. En la segunda, que empieza en 1938-39 y va hasta 1945, se convierten en centros de internamiento ilimitado de judíos y prisioneros de guerra extranjeros, principalmente rusos y de la Europa Oriental. A ellos se añaden los campos de exterminio, de naturaleza peculiar, auténticas industrias de la muerte donde no permanecía más prisionero que los necesarios para los trabajos del asesinato masivo.
Los primeros campos son una creación de Goering para internar a la multitud de detenidos tras el incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933. Goering, ministro del Interior de Prusia en ese momento, deja manos libres a los jefes de las SA para levantar campos en los que encerrar a sus prisioneros al margen de formalidades jurídicas. Surgen así, rápidamente, casi setenta campos en todo el territorio alemán y en ellos se almacena a buena parte de los cincuenta mil detenidos políticos de esos meses. Un papel muy relevante, como modelo y lugar de formación del personal de los campos, lo cumplirá el de Dachau, cerca de Munich, inaugurada por Himmler el 22 de marzo de 1933.
Tras la liquidación de las SA la noche del 29 al 30 de junio de 1934, en la llamada “Noche de los cuchillos largos”, Himmler se hace con el control pleno de los campos, nombra a Theodor Eicke, comandante del de Dachau, inspector de los campos y le encarga que desarrolle un sistema común para todos los ellos. Eicke crea el sistema administrativo que los regirá y, sobre todo, las secciones especializadas de las SS que se ocuparán de la vigilancia en ellos.
A partir de 1935 la discrecionalidad para encerrar a cualquiera en un campo de concentración es total, pues el Decreto del Ministerio del Interior de 25 de enero de 1938 dispone que el internamiento puede decretarse “contra personas que por su comportamiento ponen en peligro la existencia y la seguridad del pueblo y del Estado”. Poco a poco el opositor político va perdiendo su mayoría entre los prisioneros de los campos, sustituido por el llamado Volksschädling, el sujeto nocivo para el pueblo. Así se etiquetará y se perseguirá con saña a homosexuales y objetores de conciencia, por ejemplo. A partir de 1936 se ordena el apresamiento y exterminio de los gitanos. En los campos se interna por entonces también a los judicialmente condenados de raza judía después de que han cumplido la pena prescrita en la cárcel. El 14 de diciembre de 1937 comienza el internamiento de los considerados delincuentes meramente potenciales, y el 1 de junio de 1938 se ordena el confinamiento en los campos de los llamados “asociales”: mendigos, vagabundos, proxenetas y prostitutas. Antes, en enero de ese mismo año, se había establecido el mismo tratamiento para los “vagos”.
Son creados nuevos campos, con más capacidad, y se cierran muchos de los primeros. Así van surgiendo los tristemente célebres de Sachsenhausen (1936), Buchenwald (1937), Flossenbürg (1938), Mauthausen (1939) o Ravensbrück (1939), éste dedicado al internamiento de mujeres.
Ya en esos años se fuerza a los internos a trabajar de modo brutal, fundamentalmente en canteras, aunque no con una finalidad económica y productiva, sino como mera táctica de degradación y aniquilamiento. Supuestamente, se trataba de educar mediante el trabajo. De ahí la cruel inscripción que existía primeramente en la entrada del campo de Dachau, y luego también en Auschwitz: Arbeit macht frei, el trabajo hace libre. No menos esperpéntica es la divisa que se coloca en el frontispicio de otros campos. En Buchenwald, A cada uno lo suyo, fórmula tradicional de la justicia; en Mauthausen, La limipieza es salud.
Desde 1937 comienza el interés en la explotación de los prisioneros como mano de obra y surge, con tal fin, la Empresa Alemana de Minas y Canteras, orientada al beneficio económico de las SS. Posteriormente se crearán también, como empresas ligadas a las SS, industrias textiles y de armamento.
Después de 1939 el número de alemanes internados en los campos descenderá hasta el 5%. El 14 de junio de 1940 se inaugira el campo de Auschwitz I con la llegada de 728 prisioneros polacos. Su comandante, el mismo que dirigió su construcción, es Rudolf Höss, de quien volveremos a hablar, pues es, junto con el mencionado Heicke, el prototipo del comandante de campo de concentración nazi. Precisamente en Auschwitz se asesinará a “todos los sujetos polacos que en el pasado hayan desempeñado cualquier cargo de responsabilidad, o que pudieran encabezar una resistencia nacional”, tal como ordenaba, el 17 de octubre de 1939, la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA). Unos setenta y cinco mil polacos fueron asesinados en Auschwitz en cumplimiento de tal mandato. Y más cruel aún fue el tratamiento dado a los prisioneros de guerra soviéticos en los campos nazis. De más de cinco millones y medio, morirán en ellos tres millones trescientos mil. Para los nazis, rusos y polacos eran parte de las razas inferiores que merecían aniquilación o simple esclavitud. En cuanto a los españoles, en el campo de Mauthausen se internó a 7300 republicanos entre 1940 y 1942, de los que sólo sobrevivieron 2000.
A partir de 1942 se intenta organizar la mano de obra de los campos para que sirva a la producción de munición y armamento. Ese propósito quiere combinarse con el del exterminio de grupos enteros y ese mismo año Himmler y Thierack, Ministro de Justicia, disponen que se envíe a los campos y se aniquile por medio del trabajo a judíos, gitanos, rusos, ucranianos y polacos que estuvieran en cárceles cumpliendo penas de más de tres años, y a los checos y alemanes que tuvieran condenas de más de ocho años.
El 20 de enero de 1942 tiene lugar, por iniciativa de Eichmann y convocada por Reinhard Heydrich, la llamada reunión de Wannsee, en la que se pone en marcha la organización de la llamada “solución final”, el exterminio masivo y planificado de los judíos. A partir de entonces es necesario distinguir, tal como muchos autores destacan, entre campos de concentración y campos de exterminio. En los primeros, como Dachau y los demás que hasta aquí hemos citado, se interna a los prisioneros. Se les hace objeto de un trato radicalmente degradante y brutal y se busca su aniquilación por el hambre, el trabajo, los malos tratos, etc, pero hay posibilidades de sobrevivir, pues no están organizados para el exterminio masivo e industrialmente desarrollado. En cambio, en los campos de exterminio perecen prácticamente todos los que llegan, pues son meras instalaciones para la muerte masiva, con toda la técnica material y organizativa al servicio de la mayor eficacia homicida. En dichos campos la muerte fue del 99,9% y apenas hubo en total un puñado de supervivientes. Son los campos de Belzec, Chelmno, Sobibor y Treblinka, así como Auschwitz II-Birkenau. Algunos campos, como el de Majdanek, tenían un régimen mixto de campo de concentración y campo de exterminio. En los campos de exterminio se ejecutaba de inmediato a cada remesa de prisioneros que llegaba, con la única excepción de los que eran apartados para realizar los trabajos de transporte de los cadáveres, limpieza de los crematorios, etc., quienes eran al cabo de pocos días o semanas ejecutados también. En el campo de Chelmno, por ejemplo, sólo dos prisioneros sobrevivieron; ningún prisionero judío salió vivo, en cambio, del Campo II de Sobibor. Aquí sólo se salvaron unos cincuenta de los trescientos que se rebelaron en el Campo I en octubre de 1943.
Tras la decisión de acometer la “solución final” con los judíos, el problema que se plantea a los jerarcas de los campos es fundamentalmente técnico: cómo matar del modo más rápido y efectivo a tantos millones de judíos como se quería ejecutar y cómo proceder con sus cadáveres. Se pone a prueba, así, la capacidad organizativa de los alemanes y se demuestra tan elevada como era de esperar.
En numerosos lugares de la Europa Oriental conquistada, los lamentablemente célebres Einsatzkomandos estaban ejecutando a cientos de miles de judíos mediante masivos fusilamientos y sucesivos perfeccionamientos de la técnica del tiro en la nuca. Mediante tiro en la nuca se asesinó también a 8500 prisioneros de guerra en Buchenwald y a 13.000 en Sachsenhausen. Pero se consideraba que este proceder suponía gran gasto de munición y un excesivo desgaste psicológico para los verdugos.
Una nueva invención se pone en marcha en el campo de exterminio de Chelmno: el camión de gas. Se gasea a los judíos, en grupos de cincuenta, dentro de remolques de camiones dotados como cámaras de gas. El gas ya se venía utilizando desde 1939 para la eliminación de enfermos mentales e incurables, dentro del llamado programa T4 de eutanasia. En 1941 se decide exportar este sistema a los campos de concentración del Este. El funcionario encargado del sistema de aplicación de la eutanasia, apellidado Brack, se presenta voluntario para adaptarlo a los campos. Las primeras pruebas con tal propósito las realizará en Belzec, cuyas instalaciones se inauguraron en 1942. De los camiones adaptados como cámaras de gas se ha pasado a la construcción de grandes cámaras, capaces de para miles de sacrificios diarios. En unos campos el gas utilizado es monóxido de carbono; en otros, como Auschwitz II-Birkenau, el famoso zyklon B (ácido cianhídrico), un descubrimiento de su comandante, Höss, del que se mostró orgulloso hasta el momento mismo de su propio ajusticiamiento. La primera prueba del Zyklon B se hizo, exitosamente, con 600 prisioneros de guerra en septiembre de 1941.
En realidad, las cifras hablan por sí solas en los cuadros siguientes.
Wolfgang Sofsky nos da la siguiente relación de algunos de los principales campos de concentración y de los de exterminio, de prisioneros en ellos y de muertos:
CAMPO CON- CENTRACIÓN |
AÑOS DURACIÓN |
INTERNOS |
MUERTOS |
Dachau |
1933-45 |
206.206 |
31.591 |
Buchenwald |
1937-45 |
238.979 |
56.545 |
Mauthausen |
1938-45 |
197.464 |
102.795 |
Neuengamme |
1938-45 |
106.000 |
55.000 |
Flossenbürg |
1938-45 |
96.217 |
28.374 |
Stutthof |
1939-45 |
120.000 |
47.000 |
Gross-Rosen |
1940-45 |
120.000 |
40.000 |
Auschwitz (I y III) |
1940-45 |
400.000 |
202.000 |
Majdanek |
1941-45 |
250.000 |
200.000 |
Mittelbau |
1943-45 |
60.000 |
20.000 |
Bergen-Belsen |
1943-45 |
125.000 |
50.000 |
|
|
|
|
CAMPOS EXTER- MINIO |
|
|
|
Chelmno |
1941-43 |
|
225.000 |
Belzec |
1942-43 |
|
600.000 |
Sobibor |
|
|
250.000 |
Treblinka |
|
|
974.000 |
AuschwitzII-Birke- nau |
|
|
900.000 |
Los campos de exterminio no tienen en la tabla número de internos porque en ellos, como se ha dicho, no se internaba a nadie, sino que se ejecutaba de inmediato a los judíos que les eran enviados.
1.2. La explotación privada de los prisioneros de los campos.
Se reglamentó que las empresas privadas que quisiesen utilizar mano de obra de los campos podían solicitarlo a la Inspección de los Campos. Las SS examinaban las condicines de alojamiento y seguridad, para evitar las fugas, y daban el visto bueno. Los empresarios podían por sí mismos elegir el personal en el campo de concentración, y dicho personal era enviado a un destacamento que se situaba en las proximidades de la empresa. Por cada trabajador debían las empresas ingresar entre seis y ocho marcos al día en la cuenta de las SS. Por supuesto, los “trabajadores” no cobran, su régimen es de esclavitud. De ese régimen se beneficiaron empresas como Siemens, Daimler-Benz, Krupp, Volkswagen, Knorr, I.G. Farben, Dynamit Nobel, Dresdner Bank, BMW, AEG-Telefunken, Ford, Astra, Heinkel, Messerschmidt, Shell, Agfa, Solvay, Zeiss-Ikon, etc. Así, en las instalaciones de IG Farben en las proximidades de Auschwitz-Monowitz trabajaron 35.000 prisioneros entre 1941 y 1944. La expectativa de vida de los prisioneros explotados en dichas instalaciones de IG Farben era de entre tres y cuatro meses. Más, al fin y al cabo, que la de los que trabajaban en las minas de carbón, que no solían sobrevivir más allá de un mes. Durante ese trabajo esclavo murieron más de un millón de judíos. Para servir tanto a las empresas privadas como a las empresas de las SS o las empresas públicas de armamento y munición se crearon numerosísimos campos anexos o destacamentos exteriores a los campos principales. En enero de 1945 existían 662.
Ese interés en los prisioneros como mano de obra llevó a que en 1942 se dictasen a los comandantes de los campos instrucciones para mejorar el trato de los internos capaces de trabajar. Tal mejora fue escasa, dados los hábitos existentes entre el personal de las SS y la contradicción con otras normas reglamentarias que permitían, y hasta ordenaban, la aniquilación arbitraria y cruel de los prisioneros. De todos modos, esas mejoras relativas y parciales en el trato permitirán que algunos grupos de prisioneros puedan recibir paquetes con alimentos o puedan visitar los burdeles de los campos. Porque, sí, en efecto, el 29 de mayo de 1942 Himmler autorizó la creación de prostíbulos en los campos de concentración. Los primeros que se abren son los de Buchenwald, Sachsenhausen, Dachau, Mauthausen y Flossenburg. El 30 de junio de 1943 se inauguró el de Auschwitz I. A los judíos les estaba vedada la visita al prostíbulo.
Otro de tantos detalles espeluznantes de los campos nazis, que parece más propios de una imaginación desbocada que de haber ocurrido en la realidad, es que en numerosos campos existían, organizadas por los SS, orquestas de presos, que tocaban durante las llegada y selección de prisioneros o durante las ejecuciones, además de en las fiestas y veladas que organizaban tanto los guardianes como los propios jerarcas internos de los prisioneros. La realidad supera lo que en la película se ve cuando los SS ponen un disco con un vals de Strauss para la selección.
1.3. El personal SS.
Los guardianes del campo que vemos en la película pertenecen a las SS (Schutzstaffel), y en concreto al “cuerpo de calaveras” (SS-Totenkopfverbände), tal como oficialmente se les denominaba desde 1936. Precisamente una calavera lucían en su uniforme. Suya era la vigilancia de los campos desde 1934.
La mayoría de los SS recibían una formación en escuelas que los adiestraban en un férreo sentido de camaradería y, sobre todo, en una ciega obediencia y una lealtad sin límites al Führer y sus designios. Se les consideraba particularmente comprometidos con el cometido racial del régimen. Por ello, no podían contraer matrimonio sin consentimiento de la superioridad, la cual tenía que comprobar que la candidata a esposa reunía los requisitos de pureza racial e integridad moral que la convertían en una buena hembra reproductora. Regía una orden de Himmler, la Orden de esponsales y matrimonio, según la cual la aspirante a esposa debía ser sometida a un reconocimiento médico para comprobar que podía tener hijos y, además, tenía que acreditar que desde 1750 no corría ni una gota de sangre judía por las venas de su familia.
Sobre los judíos se les adoctrinaba con textos como el siguiente, que recoge Tom Segev en su libro Soldiers of evil: “aquella criatura que biológicamente parece completamente idéntica a los demás, con manos, pies y una especie de cerebro, con ojos y boca, es, sin embargo, un temible ser completamente distinto, es sólo un amago de ser humano, con rasgos similares a los humanos, pero que en su espíritu y su alma está muy por debajo de cualquier animal. Dentro de ese ser hay un atroz caos de pasiones salvajes y desenfrenadas: ímpetu destructivo, concupiscencia primitiva, indisimulable bajeza. No son más que seres infrahumanos”.
La camaradería significaba una total sumisión al grupo, ante el que cada SS tenía permanentemente que demostrar su plena disposición a la obediencia y la crueldad. En realidad, el comportamiento de los SS que vigilaban los campos estaba reglado por numerosas normas jurídicas. Por ejemplo, tenían prohibido aceptar regalos, dormir, tomar alcohol o fumar durante el servicio, así como soltar el arma o hablar con los prisioneros. Incluso regía la prohibición expresa de malos tratos y abusos. Pero, como muy convincentemente ha explicado W.Sofsky en su libro Die Ordnung des Terrors: Das Konzentrationslager, la apariencia de freno jurídico es engañosa, pues también regían numerosas reglas que dejaban las puertas abiertas para todo tipo de actos de terror, según la libre interpretación del vigilante. Así, se les permitía reaccionar a su discreción cuando, por ejemplo, el prisionero contactaba con civiles, comerciaba en el mercado negro, trabajaba sin esmero suficiente, se alejaba más de la cuenta del lugar de trabajo, etc., etc. Como nos dice el citado autor, las reglas, más que limitar el terror, eran definitorias de una esfera de poder absoluto. No asignaban responsabilidad, sino que garantizaban impunidad. Un buen ejemplo, uno de tantos, de lo que significan reglas sancionatorias o disciplinarias de textura completamente abierta.
Era tal el cúmulo de reglas que los presos debían atender, y tan impreciso su enunciado, que el cumplimiento simultáneo de todas resultaba imposible. Se hiciera lo que se hiciera, siempre se estaba en el supuesto de violar alguna norma, lo que facultaba al vigilante para reprimir a su antojo. En los términos nuevamente de Sofsky, “puesto que a los presos les estaba todo prohibido, al personal le estaba permitido todo”. Todo lo que se pudiese acoger a la evanescente perorata de la grandeza nacional y la superioridad de aquel pueblo de señores que, al parecer, era el pueblo alemán.
1.4. Organización y vida diaria de los prisioneros.
La sociedad de los campos de concentración era radicalmente desigual. El estatuto de los presos oscilaba entre los considerados infrahumanos, que padecían todo tipo de penalidades y atroces sufrimientos, y la aristocracia de los prisioneros, que llegaba a vivir lujosamente. ¿De qué dependía uno u otro destino en el campo? Determinantes eran, por supuesto, la suerte, la inteligencia y la capacidad de supervivencia, pero siempre sobre el trasfondo de una división de los prisioneros en categorías que marcaban el límite de la vida posible de cada uno. Los SS los clasificaban y cada cual portaba el distintivo que correspondía a su categoría.
Dicha clasificación no sólo tenía funciones de identificación; servía, fundamentalmente, para la estructuración interna entre los presos y el reparto de funciones y poder. En realidad, la organización de la sociedad del campo y la situación de cada preso dependía de la combinación de cuatro factores clasificatorios. Los resumimos siguiendo a Sofsky.
El primero, el criterio racial. Se dividía a los internos en humanos e infrahumanos. Esta última condición, subhumana, se atribuía a judíos, gitanos y eslavos (rusos, polacos..; los checos estaban en un lugar intermedio en esta escala). Este era el criterio dominante. Los considerados no humanos padecían las mayores crueldades y no podían acceder a los puestos y destinos mejores.
El segundo factor de catalogación era el origen geográfico y nacional. Los internos nórdicos, noruegos o daneses eran considerados arios y recibían mejor trato y destino que franceses, italianos o españoles.
El tercer factor era la condición política del prisionero. Los prisioneros políticos, los únicos que acostumbraban a tener alguna organización interna, especialmente los comunistas, solían ocupar los más altos destinos administrativos entre los internos, disputándose siempre esa condición con los “criminales”.
El cuarto factor era el encuadramiento social. Los considerados “asociales”, y especialmente los homosexuales, eran objeto de especial maltrato.
En consecuencia, quienes tenían las mejores posibilidades de sobrevivir en el campo, sobre todo a base de conseguir un buen puesto en el reparto de jerarquías y funciones, eran los prisioneros alemanes o “arios”, los “criminales” y los “políticos”. Las mejores perspectivas eran siempre, por supuesto, las que se presentaban a “criminales” o “políticos” alemanes.
Esos destinos y funciones que permitían mejores condiciones de vida, mejor alimentación, menos maltrato y posibilidad de acceder a objetos valiosos para el comercio dentro del campo, eran el servicio privado a los SS (solían buscar para esa labor sobre todo a los testigos de Jehová, internados por objetores), la enfermería, la cocina, los almacenes, las oficinas. En las palabras de Sofsky, el trabajo privilegiado proporciona la posesión de bienes, la posesión de bienes aumenta el capital social y las posibilidades de moverse en el mercado, y éstos, nuevamente, incrementan la probabilidad de conseguir un trabajo mejor. Y así sucesivamente. Gracias a eso algunos capos y decanos (luego veremos el significado de estos puestos) llegaban a tener sus habitaciones privadas, sus sirvientes, alimentos abundantes, buen licor y tabaco, joyas, etc.
Todo esto ocurría en el marco de un perverso sistema de autoadministración del campo, organizado por los reglamentos de la SS. Los guardianes SS se ocupaban de la vigilancia externa y de una especie de supervisión. Pero las tareas de orden y administración interna del campo las ejercían los propios prisioneros, conforme a un sistema de jerarquías y responsabilidades que, unido a la lucha por la supervivencia, acentuaba ferozmente los padecimientos y la práctica del terror.
Los SS nombraban, de entre los prisioneros, un decano del campo (Lägeralteste), responsable general del orden y la disciplina. Éste, a su vez, designaba un decano de cada barracón (Blockälteste), siempre con el visto bueno de las SS, y el decano de cada barracón podía nombrar su propio personal auxiliar. A todos ellos correspondía, en esta jerarquía, mantener el orden, hacer cumplir los reglamentos y reprimir las vulneraciones. Respondían personalmente y del estricto cumplimiento de su misión y de la consiguiente satisfacción de la SS del campo dependía que conservaran ese puesto que les libraba de los trabajos duros y les otorgaba privilegios que aseguraban su supervivencia. En consecuencia, muchos de los peores tratos que los prisioneros sufrían en el día a día provenían de sus propios compañeros detentadores de aquellos cargos.
Algo parecido ocurría con los grupos de trabajo (Arbeitskommandos) en los que los prisioneros se encuadraban para su labor fuera del campo, en canteras, caminos, construcciones, etc. Cada uno de esos “comandos” estaba mandado por un Kapo, exento del trabajo físico y cuya labor era velar férreamente por el celo y esfuerzo de los prisioneros en su tarea.
Importante poder detentaban también los prisioneros que trabajaban en las oficinas del campo, llevando las relaciones de nombres, destinos, labores, estadística, etc. Tenían la muy relevante posibilidad de quitar, poner o cambiar nombres y decidir, así, el destino de muchos internos, como bien se ve en la película que comentamos.
La estrategia de encomendar la autoadministración la aplicaron los nazis también en los guetos judíos, como se aprecia en la película. Dichos guetos quedaban bajo administración y gobierno interno del Consejo Judío (Judenrat) y tenían su propia policía interna. Todo ello producía una importante fractura social, un entramado de complicidades y esperanzas de salvación individual y la práctica de grandes crueldades entre los propios encerrados en el gueto.
Los guetos fueron los espacios en los que inicialmente se confinó a los judíos de las principales ciudades de Europa Oriental. Por ejemplo, en el de Lodz se encerró a 150.000 judíos en 1940; en el de Varsovia a 445.000 en octubre de 1940. El modo de vida y las tremendas penalidades en el gueto de Varsovia se recrean maravillosamente en otra película reciente, El Pianista, de Roman Polanski, basada en la obra autobiográfica del pianista Wladyslaw Szpilman que en España se publicó bajo el título de El pianista del Gueto de Varsovia. Se calcula que en los guetos del Este murieron unos ochocientos mil judíos por hambre, enfermedades y asesinatos. Alrededor de 1942 los guetos fueron vaciados y los judíos que aún los habitaban fueron enviados en masa a los campos de exterminio.
Volviendo a la vida diaria de los prisioneros, la pauta constante era el más absoluto terror y la total indefensión. Bajo la apariencia de reglamentos que tasaban faltas y sanciones, lo que existía en verdad era el absoluto poder de carceleros, decanos y capos para la libre y totalmente impune administración del terror, la tortura y la muerte. Cualquier cosa que el prisionero hiciese y molestase a un guardián o superior podía desencadenar una violencia sin límite. La única estrategia para sobrevivir era hacerse invisible, tratar de no cruzarse en el camino de guardias y capos. El poder de guardias y capos era un poder absoluto, total, radical. Todo, cualquier acción, podía libremente interpretarse como violación de algún precepto reglamentario. Las reglas eran tantas, tan vagas, tan contradictorias y tan desconocidas que ni la más escrupulosa voluntad de obediencia podía librar al interno del castigo arbitrariamente administrado por quienes eran, en realidad, no aplicadores de las normas, sino señores absolutos del derecho y las sanciones. Un buen laboratorio, un laboratorio terrible, para entender lo que es la antítesis del Estado de Derecho y sus garantías para presos y ciudadanos administrados.
Por otra parte, como muchos estudios han venido mostrando hasta hoy, la práctica de excesos y crueldades de todo cuño por parte del personal de los campos no solía ser expresión de arrebatos momentáneos de enfado o disgusto, sino mera manifestación de una forma de organización en la que el exceso no era exceso sino normalidad, ejercicio tranquilo de poder y competencia, terror, sí, pero terror institucionalizado, parte de la rutina organizativa del lugar. Así podemos entender en la película, por ejemplo, los disparos que el comandante del campo, Goeth realiza desde la terraza de su casa para matar tranquilamente a algún prisionero. No son acciones llevadas por propósito, cálculo o interés de ningún tipo, sino puro ejercicio inmotivado de poder, como quien se sienta a contemplar el cielo. Algo tiene que ver todo esto con esa banalización del mal de que habló Hannah Arendt a propósito de Eichmann.
Además, tanto los comandantes como el resto de oficiales y personal que fueron tras la guerra juzgados raramente dieron muestras de dolor o arrepentimiento, o de simple conciencia sincera de haber actuado con maldad y reprobablemente. Siempre y casi todos se mostraron ajenos a cualquier idea de responsabilidad personal. Se contemplaban a sí mismos como simples piezas de un mecanismo que los trasciende, como partes de un motor que meramente están en su sitio cumpliendo la función que en la empresa colectiva les compete. Estaban adiestrados para la disciplina absoluta y la insensibilidad total ante el sufrimiento de “los otros”, y seguramente ese adiestramiento abonaba personalidades ya por sí con profundísimas deformidades. Sobrecoge leer el relato autobiográfico de Höss, voluntario comandante de Auschwitz durante la “solución final”, escrito cuando se hallaba en las cárceles polacas de postguerra esperando el juicio del que saldría su posterior ejecución por ahorcamiento. No es una confesión, son los recuerdos de un funcionario orgulloso de su celo, su eficacia y la alta calidad de su servicio.
Oigamos al propios Höss describir con pulcritud y profesionalidad el modo en que se procedía con los cargamentos de deportados que llegaban a Auschwitz para su exterminio. Lo escribió en noviembre de 1946, en las circunstancias citadas, y está en el libro Kommandat in Auschwitz. Autobiographische Aufzeichnungen des Rudolf Höss, editado por primera vez en alemán en 1958 por el historiador Martin Broszat.
Los judíos asignados para el exterminio eran llevados hacia los crematorios del modo más tranquilo posible, separando a los hombres y las mujeres. Había una dependencia para desvestirse y allí los presos del comando especial que estaban encargados les decían en sus respectivas lenguas que iban sólo a bañarse y a ser despiojados, que colocasen ordenadamente sus vestidos y que se fijasen en dónde los dejaban, a fin de que pudieran encontrarlos rápidamente después de las desparasitación. Los presos mismos del comando especial tenían el mayor interés en que todo transcurriese de modo rápido, tranquilo y sin altercados. Una vez desnudos, los judíos entraban en las cámaras de gas, las cuales, dotadas de grifos, caños y tuberías, daban toda la apariencia de lugares de baño. Entraban primero las mujeres con los niños y luego los hombres, que siempre eran menos. Esto ocurría casi siempre de manera tranquila, pues los asustados y los más avispados, que podían sospechar, habían sido tranquilizados por los prisioneros del comando especial. Los prisioneros del comando especial y un miembro de las SS permanecían hasta el último momento dentro de la cámara.
La puerta se cerraba con rapidez y de inmediato el gas se arrojaba a través de los agujeros que había en el techo de la cámara de gas a modo de salidas de ventilación. El gas hacía efecto de inmediato. A través de la ventanilla de observación que había en la puerta se podía ver que los más próximos a los
agujeros caían muertos de inmediato. Se puede decir que aproximadamente un tercio moría en el acto. Los demás comenzaban a tambalearse, a gritar y a buscar aire desesperadamente. El griterío se convertía rápidamente en estertor y en pocos minutos todos yacían. Como máximo en 20 minutos ya nadie se movía. El gas tardaba de cinco a diez minutos en hacer su efecto, dependiendo del clima, húmedo o seco, frío o templado, y también de la calidad del gas, que no siempre era igual. También dependía de que se tratase de personas sanas o viejos, enfermos o niños. La falta de movimientos llegaba en pocos minutos, en razón de la lejanía o cercanía a los agujeros de ventilación por los que caía el gas. Los que estaban gritando y los viejos, enfermos, débiles y niños caían más rápidamente que los sanos y los jóvenes. (…)
El comando especial quitaba a los cadáveres los dientes de oro y cortaba el pelo a los de las mujeres. Luego se les subía con el elevador hacia los hornos que ya estaban calientes. Según el tamaño del cuerpo, se colocaban dos y hasta tres cadáveres en cada cámara del horno. También la duración de la incineración dependía de los caracteres de cada cuerpo. Duraba por término medio unos veinte minutos. Como ya he dicho antes, los crematorios I y II podían quemar unos 2000 cadáveres cada veinticuatro horas; más no era posible sin riesgo de causar averías. Los crematorios III y IV debían ser capaces de quemar 1500 cuerpos cada veinticuatro horas, pero, por lo que yo sé, nunca se alcanzaron estas cifras. Durante toda la incineración la ceniza caía constantemente a través de las parrillas y de inmediato era recogida y molida. La harina de cenizas era llevada en camiones al río y allí se esparcía al aire a paladas”.
Todo estaba minuciosamente dispuesto. En la película se recrea aproximadamente la tan famosa “rampa de Auschwitz”. Era el lugar, a la entrada del campo, donde, al llegar los trenes llenos de judíos deportados, se los seleccionaba para ir directamente a las cámaras de gas o para ser internados en el campo como fuerza de trabajo. No hay que olvidar que Auschwitz era un campo mixto de exterminio y concentración. En otros campos de exterminio sólo se exceptuaba del traslado directo a las cámaras a los que provisionalmente, por días o semanas, integrarían los “comandos especiales” que tenían que hacer los trabajos con los cadáveres.
En la rampa de Auschwitz la selección la hacían los médicos de las SS. Con un rapidísimo vistazo determinaban la aptitud para el trabajo o su inutilidad, en cuyo caso el único destino era la ejecución inmediata. Instalaciones y procedimientos similares de selección a la llegada de los deportados había también en otros campos. Y no sólo a la llegada se practicaban las selecciones; en cualquier momento los prisioneros eran llamados para formar y de entre ellos se elegía a los más débiles y deteriorados para la ejecución inmediata. Del mismo modo, los médicos SS recorrían cada día la enfermería escogiendo a los que debían ser sacrificados cada día. Donde no había cámaras de gas, o antes de instalarlas, los procedimientos de ejecución variaban. Muchos miles fueron asesinados mediante inyecciones letales de fenol en el corazón. En Auschwitz un “enfermero” llamado Josef Klehr administró la inyección letal a más de 25.000 hombres entre 1941 y 1943. Fue condenado en 1965, en Frankfurt, en el llamado “Proceso de Auschwitz a… quince años de prisión (¡) en concepto de cooperador, según una línea jurisprudencial, que luego veremos, y que consideraba que autores eran sólo Hitler y sus más altos secuaces.
2. Personajes de la película.
2.1. Oskar Schindler
Oskar Schindler (1908-1974) era alemán nacido en la ciudad checa de Zwittau (Moravia), donde en la infancia tuvo como vecinos más próximos y mejores amigos a los hijos de un rabino judío. En su ciudad fue conocido con el sobrenombre de Gauner (pícaro, tramposo). Se casó con Emilie Schindler (de soltera Pelz) en 1927, tras una relación de seis semanas. Emilie, al igual que la madre de Oskar, era muy religiosa. En 1935 la familia paterna de Oskar cayó en bancarrota con la crisis de su fábrica de maquinaria agrícola y su padre abandonó a su madre, que murió poco después. Se afilia al partido en 1938 y ese mismo año pasa a formar parte del servicio de inteligencia del ejército alemán, con lo que se libró de prestar servicio de armas. Se desplazó a Cracovia inmediatamente después de que Polonia hubiera caído en manos del ejército nazi. La región de Cracovia estuvo gobernada bajo el nazismo por el jurista Hans Frank, uno de los procesados en Nuremberg. En Cracovia Schindler vive sin su mujer en una casa incautada a una familia judía.
En el tiempo siguiente, los hechos de su vida están básicamente recogidos en la película. Se hace con lo que antes eran dos fábricas de menaje esmaltado y utiliza sus contactos con jerarcas nazis para conseguir mano de obra judía, primero del gheto y luego del campo de Plaszow. Su influencia sobre Amon Goeth y otros jerarcas nazis corruptos (discúlpese la redundancia) le permite conseguir un campo auxiliar en la localidad de Zablocie, donde está su fábrica, y allí se alojan sus trabajadores. Unos 900 trabajan entonces para él. Cuando, en octubre de 1944, el campo de Plaszow es levantado, ante la proximidad del ejército ruso, logra permiso para abrir una fábrica de munición en Brünnlitz, cerca de su ciudad de origen. Consigue llevar a los judíos que con él trabajaban. Además, enterado de que en una estación cercana se encontraban un día unos cien prisioneros judíos evacuados del campo de Goleszów, logra que se los encomienden también y se los lleva a su fábrica. En la fábrica los judíos tuvieron condiciones de vida relativamente buenas, gracias, en gran parte, a la preocupación de Emilie Schindler.
Tras la guerra todas sus iniciativas acaban en fracaso. Intentó hacer una película, sin conseguirlo. En 1949 el Comité Judío le pagó quince mil dólares como gratitud por su labor. Además, el Gobierno alemán le indemnizó con cien mil marcos por la confiscación de sus propiedades en el Este. Emigró a Argentina junto con su mujer, su amante y cinco o seis de sus trabajadores judíos con sus familias. Se hizo con una granja y se dedicó a la cría de pollos y nutrias. Quebró. En 1958 deja Argentina y abandona a Emilie (y a su amante). Recibe nueva ayuda judía para instalarse en Frankfurt donde intenta montar una fábrica de cemento, que también quiebra. En 1961 es invitado por un grupo de sus antiguos trabajadores a viajar a Israel. El Estado le nombra Righteous Gentile en 1962. A su vuelta a Alemania, en cambio, sufre frecuentes desprecios de sus conciudadanos. Hasta su muerte en Hildersheim, en 1974, viajó cada año Israel, siempre a expensas de “sus” antiguos judíos.
En cuanto a Emilie Schindler, quien llegó a ver la película de Spielberg y a decir que no reconocía en ella a su marido, siguió en Argentina. Acabó cerca de Buenos Aires, financiada también por organizaciones judías. Cuando después del estreno de la película se le preguntó en una entrevista si su marido había sido un santo o un demonio, respondió: un santo del demonio. Murió en octubre de 2001, a los 94 años.
2.2. Amon Goeth, comandante del campo de Plaszow.
El personaje del comandante del campo de concentración, interpretado en la película por Ralph Fiennes, corresponde a Amon Goeth. Goeht había nacido en 1908 en Viena. Antes de ingresar en el partido nazi en 1930, y en las las SS en 1932, había trabajado en una editorial. Procedía de una familia acomodada y dedicada al negocio de imprenta. Ocupó distintos destinos en las SS en los campos de Szebnie, Bochnia, Tarnów y dirigió la operación de liquidación del gueto de Cracovia. Su nombramiento como comandante del campo de Plaszow fue la culminación de su carrera.
Su actuación como comandante del campo es unánimemente recordada como un ejercicio diario de sadismo. Impuso condiciones muy duras a los prisioneros, haciéndoles muy difícil la supervivencia. Organizaba a menudo ejecuciones, torturas y crímenes colectivos. Por ejemplo, el día de Yom Kippur de 1943 Goeht, junto con un grupo de los SS a su mando en el campo, sacó de su barracón a cincuenta prisioneros judíos y los mató a tiros. Otras veces hacía que sus dos perros, que se llamaban Ralf y Rolf, atacasen y devorasen a algún prisionero, como le ocurrió a uno llamado Olmer, según declaró en el juicio de Adolf Eichmann, en Israel, un interno superviviente llamado Moshe Beijski. También parece que era real la costumbre de disparar arbitrariamente con su rifle a los prisioneros desde la terraza de su casa, como se recrea en la película.
Goeth dirigió el campo de Plaszow de febrero de 1943 a septiembre de 1944. En esta última fecha las SS lo arrestan bajo acusaciones de corrupción, entre ellas la de apropiarse de bienes de judíos, los cuales, según la legislación nazi, pertenecían al Estado. Fue como consecuencia de la misma investigación que condujo, incluso, a la ejecución de otros comandantes de campos más importantes, como Karl Koch y Hermann Flostedt. La guerra acabó antes de que finalizara su proceso, con lo que quedó en libertad. Ya en enero de 1945 había salido de la cárcel por causa de su diabetes. Estaba recibiendo tratamiento en un centro sanitario de las SS en Bad Tolz cuando fue arrestado, en febrero de 1945, por las tropas americanas de Patton. Fue entregado a las autoridades polacas después de terminada la guerra y en Polonia se le juzgó entre el 27 y 31 de agosto y entre el 2 y el 5 de septiembre de 1946. Se le declaró culpable de asesinatos y fue condenado a muerte. Solicitó sin éxito la clemencia del Presidente del Consejo Nacional Polaco. Fue ejecutado mediante ahorcamiento, como se ve en la película, cerca de Plaszow, una semana después de acabado el juicio. Durante el proceso mantuvo una actitud de provocativa indiferencia, aceptó los hechos que se le imputaban pero alegó que todo lo había hecho en cumplimiento de las funciones de comandante del campo y cumpliendo las órdenes de sus superiores. Al ser ahorcado gritó “Heil Hitler”, como se ve en la película en un acto final de arrogancia.
3. Lugares de la película.
3. 1. El Campo de Plaszow.
Fue primero, en 1942, un campo de trabajos forzados y luego, desde enero de 1944, campo de concentración. Estaba situado a diez kilómetros de la ciudad de Cracovia. Se levantó en el emplazamiento de un antiguo cementerio judío. La capilla judía cercana al cementerio fue convertida por los alemanes en un establo.
El campo alcanzó su mayor extensión, con 81 hectáreas, en 1944. Lo rodeaba una doble alambrada electrificada de cuatro kilómetros. Tenía distintas secciones. En una parte estaba la zona de residencia del personal de vigilancia. En otras secciones estaban las fábricas y los barracones. La zona de barracones se dividía en una sección para hombres y otra para mujeres. Había prisioneros judíos y polacos, pero se hallaban separados. El campo llegó a tener unos veintitres mil prisioneros a mediados de 1944, de los que, en esa fecha, unos ocho mil eran judíos húngaros.
Tal como en la película se refleja, los días 13 y 14 de marzo se desalojó el gueto de Cracovia. La mayor parte de sus habitantes fueron deportados a Auschwitz. Unos dos mil judíos fueron asesinados en las calles mismas del gueto y se les enterró en una fosa común en Plaszow. De los supervivientes del gueto unos 8000 fueron trasladados al campo de Plaszow.
En el campo las funciones principales que ya conocemos, decanos y capos, las desempeñaban prisioneros criminales alemanes.
Se calcula que en el campo de Plaszow fueron asesinadas unas ocho mil personas. Cuando las tropas rusas se aproximaban, en 1944, comenzó a desmontarse y los prisioneros fueron trasladados a otros campos de concentración o de exterminio. Las autoridades del campo trataron de borrar las huellas de los crímenes exhumando los cadáveres y quemándolos, como hicieron en otros muchos lugares. El último prisionero de Plaszow fue deportado a Auschwitz el 14 de enero de 1945. Al día siguiente las tropas rusas liberaban Cracovia, tras durísima batalla.
Ese es el momento en que también tiene que ser levantada la factoría de Schindler en Cracovia, que era un subcampo del de Plaszow. Es entonces cuando, para evitar la deportación de sus obreros judíos, Oskar Schindler paga a oficiales nazis y logra una nueva factoría bajo la forma de subcampo del campo de Gross-Rosen, esta vez en Brinnlitz, cerca de su ciudad de Zwittau, en Moravia, al sur de los Sudetes checos.
3.2. El gueto de Cracovia.
Cracovia fue ocupada por el ejército alemán el 6 de septiembre de 1939. Los nazis nombran un Consejo Judío y poco después comienza el terror en el barrio judío. El 3 de marzo de 1941 se ordena la organización de un gueto al sur de la ciudad. El guetto se aísla con muros y alambradas. En él llegaron a vivir 19.000 judíos, en un espacio de seiscientos por cuatrocientos metros. A principios de 1942 las SS detienen a los líderes intelectuales del guetto y los deportan a Auschwitz. En mayo de ese año comenzaron las deportaciones masivas a los campos de exterminio. Entretanto, las SS matan a más de mil judíos en el gueto mismo. El 13 de marzo de 1943 los habitantes de la llamada parte A del gueto son deportados al campo de Plaszow. Poco después se envía al resto a Auschwitz-Birkenau.
Las escenas de la película que transcurren en el gueto de Cracovia fueron filmadas en el viejo barrio judío de Kazimierz, en Cracovia, pues en el lugar originario del gheto, llamado, Podgorze, ahora hay construcciones modernas.
IV. EL DERECHO ANTE EL NAZISMO: LUCES Y SOMBRAS.
Para los juristas el nazismo supuso, y supone, un auténtico reto teórico y práctico, un fenómeno histórico que puso a prueba la capacidad de respuesta del derecho frente a fenómenos de asesinatos y desmanes de tal magnitud y peculiaridad como la era moderna no había conocido (aunque desgraciadamente no serían un caso único de ese tipo en el siglo XX, como hoy ya sabemos). Terminada la Segunda Guerra Mundial, el desafío consistió en ver qué podía hacerse en derecho, y desde los principios del Estado de Derecho, en las antípodas de la barbarie nazi, con los responsables de tan salvajes prácticas, tanto los organizadores y planificadores como los directamente ejecutores. Más aún, esa pregunta sobre qué hacer y cómo hacer en derecho con los perpetradores de tan atroz genocidio y tan asquerosos crímenes se planteó con un doble alcance. Por un lado, se trataba de ver qué soluciones podía y debía dar la comunidad internacional, y esto también en un doble sentido, como castigo de los culpables de lo acontecido y como prevención para que hechos semejantes no volvieran a ocurrir. Y, por otro lado, quedaba abierto el interrogante sobre cómo procedería Alemania (o, mejor dicho, las dos Alemanias que después de la guerra surgieron) con tantos de sus propios ciudadanos gravemente manchados como criminales nazis.
El balance en esas dos dimensiones es de luces y sombras. En lo positivo se cuenta la esperanza, nacida con los Juicios de Nuremberg, de que el Derecho Internacional se podía dotar de elementos firmes y consolidados con los que perseguir eficazmente los delitos de genocidio y los crímenes masivos ocurridos en cualquier Estado. Pero, como vamos a ver, hubo de pasar un periodo que llega hasta ahora mismo para que los avances en ese terreno alcanzaran una mínima operatividad práctica, como hoy ocurre (o más bien se pretende) con la creación del Tribunal Penal Internacional. En el platillo de lo negativo hay que poner el altísimo grado de impunidad en que quedaron la inmensa mayoría de aquellos crímenes y sus autores, en el contexto de una Alemania comunista, por una parte, que practicaba la justicia selectiva y engañosa que corresponde a la nueva dictadura en que de inmediato se convirtió, y de una Alemania Occidental, la República Federal Alemana, que ejerció en sus primeras décadas de existencia una política de huida hacia el olvido y la exculpación colectiva, gobernada por un conservadurismo contaminado de cómplices y, en medio de la guerra fría, con una comunidad internacional más interesada en alistar aliados incondicionales que en abrir heridas al remover el pasado. Esa capa de espeso silencio y de nulo interés por desenterrar oscuras trayectorias de muchos personajes públicos alcanzó a menudo ocasiones extremos bochornosos. Piénsese, por citar solo un caso espectacular, en el caso Waldheim: años después de que Kurt Waldheim terminara en su cargo de Secretario General de la O.N.U. se descubrió su pasado de teniente del ejército nazi envuelto, al parecer, en operaciones no especialmente loables. Y, así, tantas historias. Como la del ponente de aquella sentencia del Tribunal Constitucional Alemán que dio por constitucional la ley que impedía en la República Federal Alemana que pudieran acceder a la condición de funcionarios públicos quienes alguna vez hubiesen militado en el Partido Comunista, con el argumento de que quien había estado comprometido en un partido de ideología incompatible con los fundamentos del Estado de Derecho no podía ser servidor leal y fiable de este Estado; y el ponente de tal decisión del más alto tribunal había sido, bajo en nazismo, fiscal del Tribunal Especial de Bamberg e impulsor de, al menos, cinco sentencias de muerte, de esas que no asumiría precisamente quien creyera en el Estado de Derecho.
Además de esos problemas jurídicos más prácticos, el nazismo supuso también un verdadero terremoto en nuestra cultura jurídica occidental y moderna y se convirtió, como no podía ser menos, en el experimentum crucis o piedra de toque de la contemporánea teoría del derecho. La más tradicional de las cuestiones de la Filosofía del Derecho, la de si podía ser auténtico derecho un derecho gravemente injusto perdió su halo de abstracción y se convirtió en pregunta mucho más directa y terminante: la de si era realmente derecho el “derecho” nazi, esas normas emanadas de aquel régimen y que permitían que se privase gratuitamente de su ciudadanía y propiedades a los judíos, que se explotase el trabajo esclavo de opositores, gitanos, extranjeros, etc., que se condenase a muerte a quien criticase a Hitler, que se esterilizase a alcohólicos, minusválidos, etc., que se encerrase en campos de concentración por tiempo indefinido a los delincuentes que ya habían purgado sus delitos en la cárcel, que se repitiesen los juicios cuyo veredicto desagradaba a la Gestapo, que se sentenciase a muerte al judío que mantenía algún tipo de relación emotiva, ni siquiera sexual, con alemana aria, etc., etc.
1. De los juicios de Nuremberg al Tribunal Penal Internacional
El 20 de noviembre de 1945 comenzó en Nuremberg el proceso contra 21 de los más importantes dirigentes del nazismo. Muertos por suicidio en los instantes finales de la guerra Hitler y Goebbels, en el banquillo se sentaban, entre otros, Göring, Hess, von Ribbentrop, Kaltenbrunner, Rosenberg, Frank, Dönitz, von Papen, Speer y el industrial Krupp. Acusado era también, éste en ausencia, Martin Bormann, de quien nunca más se supo al acabar la guerra. También se juzgaba a seis organizaciones o grupos: el Gobierno, la dirección del partido nazi, la policía secreta, la Gestapo, las SS, las SA y el mando supremo del ejército.
Hay una muy famosa recreación cinematográfica de este juicio, la película de S. Kramer Judgement at Nuremberg ( exhibida en España con el título de Vencedores o vencidos), estrenada en 1961 y protagonizada por Spencer Tracy, Burt Lancaster, Richard Widmarck, Marlene Dietrich, Judy Garland, Maximilian Schell, Montgomery Clift, etc.
El juicio finalizó con la condena a muerte por ahorcamiento de Göring, von Ribbentrop, Keitel, Kaltenbrunner, Rosenberg, Frank, Frick, Streicher, Sauckel, Jodl, Seyss-Inquart y Bormann; a cadena perpetua a Hess, Funk y Raeder; penas limitadas de cárcel se decretaron para Speer (20 años), Dönitz (10 años), von Schirach (20 años) y von Neurath (15 años). Fueron absueltos von Papen y Schacht. Los condenados a muerte fueron ejecutados el 16 de octubre de 1946 en Nuremberg, con la excepción de Göring, que se suicidó dos horas antes del momento de la ejecución, y de Bormann, quien, como ya dijimos, fue juzgado en rebeldía y nunca reapareció. Otro de los inicialmente procesados, Robert Ley, se suicidó con anterioridad al comienzo del juicio. El industrial Gustav Krupp von Bohlen und Halbach fue declarado procesalmente incapaz y no continuaron contra él las actuaciones.
Los juicios de Nuremberg plantean importantes problemas teóricos y técnicos. Piénsese que se trataba de juzgar a los responsables de un Estado criminal desde los presupuestos del Estado de Derecho, es decir, sin incurrir en tal enjuiciamiento en injusticias paralelas que deslegitimasen el proceso e hiciesen creer que se trataba de una pura revancha de las potencias victoriosas en la guerra, mera “justicia de vencedores”. Y para que que el proceso respetase los derechos humanos y la garantías propias del Estado de Derecho había que cumplir con unos requisitos mínimos e irrenunciables, que se sintetizan en el principio de legalidad penal. Esto significa que a los acusados se les ha de juzgar con arreglo a normas existentes con anterioridad a sus acciones, evitando así la aplicación retroactiva de normas penales desfavorables; hay que echar mano de normas que tipifiquen como ilícitos punibles los actos que perpetraron los acusados y que funden la legitimación del tribunal para enjuiciarlos.
De hecho, ese fue uno de los principales argumentos de los defensores, la invocación de la falta de toda legitimación del Tribunal y de todo fundamento legal del juicio y las posibles condenas. El problema no es baladí y no estamos ante una molesta disquisición técnica propia de leguleyos. No se puede perder de vista que, por muy repulsivo e inmoral que un acto resulte, no basta ese rechazo moral, aunque sea unánime, para que se pueda condenar penalmente a su autor; se necesita que ese acto esté también proscrito por una norma legal anterior. La condena moral no puede traducirse en condena penal si no es al precio de una altísima inseguridad, de que los ciudadanos quedemos sometidos en nuestra vida, libertad y destino a los puros caprichos y gustos de los que detentan el poder fáctico; es decir, precisamente lo que en el nazismo ocurría, pues en el nazismo el sacrosanto principio nullum crimen, nulla poena sine lege fue sustituido, en la doctrina y en la práctica de los tribunales, por el de nullum crimen sine poena. O sea, que frente a las garantías de que nadie sea castigado por hacer lo que la ley no le prohibía, se prefería, en el régimen de Hitler, que nadie que realizara conductas que los jueces o mandatarios considerasen merecedoras de castigo quedara impune, prohibiera la ley o no tales conductas..
. La hábil alegación de los defensores en Nuremberg era que el tribunal incurría en la sangrante paradoja de juzgar sin ley que lo amparara a quienes habían hecho lo que la ley entonces vigente no les prohibía, o incluso les permitía u ordenaba. En realidad, los principales argumentos de la defensa en el conjunto de los juicios de Nuremberg se pueden resumir en la siguiente escala: a) el respectivo acusado no conocía las atrocidades que se estaban perpetrando, incluso en los asuntos que eran de su directa incumbencia (nos suena familiar este alegato, pero en temas que tienen poco que ver con la película que comentamos); b) si lo sabía, no era responsable, pues se limitaba a cumplir órdenes de su superior, tal como correspondía a la estructura piramidal del Estado y la Administración; siempre se practicó la reductio ad Hitler: éste era el responsable último y único; al fin y al cabo, estaba muerto; c) aun cuando pudiera considerarse que el acusado actuaba con plena conciencia e intención, su comportamiento será sin duda moralmente rechazable, pero resulta jurídicamente intachable, pues no chocaba, sino al contrario, con el derecho interno de la Alemania nacionalsocialista, ni con el derecho penal internacional, que no existía de ningún modo antes de los acuerdos de los aliados que ponen en marcha los juicios de Nuremberg; d) y, puestos a juzgar desmanes y crímenes contra la humanidad, habría entonces que sentar en el banquillo también a los aliados que ordenaron y ejecutaron los bombardeos de los últimos meses de la guerra, que arrasaron ciudades enteras de Alemania, como Dresde. Este último es el argumento llamado tu quoque y que vulgarmente podríamos traducir como “y tú qué”. La contestación que importantes tratadistas han dado a este último argumento es que hay una diferencia sustancial entre el bombardeo de una ciudad del país enemigo y el genocidio de un pueblo: el genocidio no es medio para un fin, como ganar la guerra, sino un fin en sí mismo. Se pueden comparar, del modo que se quiera, el bombardeo de Dresde y el de Coventry, por ejemplo, pero no cabe equiparar Dresde y Auschwitz. Por la misma razón, sería un error calificar el exterminio de judíos o gitanos como crímenes de guerra, pues no eran acciones tendentes a vencer en una confrontación armada, sino procesos, fríamente planificados, de eliminación de pueblos o enteros grupos humanos.
Diseñado queda así el problema en toda su dramática intensidad. Nuestra condición de ciudadanos honestos y moralmente maduros hace que deseemos que paguen sus culpas los responsables de tan horrendos crímenes, que no queden sin castigo seres tan infectos y que son auténtica vergüenza de todo el género humano. Pero nuestra paralela condición de militantes de los principios y garantías del Estado de Derecho nos obliga a ser cuidadosos y buscar apoyatura legal para que el más loable afán de justicia no acabe por legitimar nuevos ejercicios de arbitrariedad. Fijémonos de nuevo en la gran paradoja que envuelve los Juicios de Nuremberg: quienes habían dejado de lado por completo el principio de legalidad, lo invocan ahora en su defensa; quienes por aquellas arbitrariedades los juzgan ahora, difícilmente encuentran la legalidad que les apoye.
De ahí que el Tribunal de Nuremberg se esforzara tanto en exhibir el fundamento de su legitimidad y la base jurídica de sus fallos. La sentencia del primero y principal de esos juicios, al que aquí nos estamos refiriendo por el momento, comienza oponiéndose a aquellas objeciones de la defensa. Frente a la alegación de que ninguna norma anterior de derecho internacional tipificaba como ilícitas las acciones por las que se juzga a los acusados, dice el Tribunal que la guerra de agresión era crimen de derecho internacional, como mínimo, desde el Acuerdo Kellog-Briand, de 1928. Contra la objeción de que el derecho internacional se ocupa de ilícitos cometidos por Estados, no por personas particulares, responde el Tribunal que nunca son entidades abstractas las que delinquen, sino personas concretas, y que sólo si se puede castigar a los autores efectivos tiene sentido la noción misma de crimen internacional. Y ante la repetida alegación de que los acusados no hacían más que cumplir órdenes, tal como era su deber, contesta el Tribunal con esta frase, a la que tantas vueltas se le dará en tantos casos posteriores, pues estamos ante el gran problema de la “obediencia debida”: “que un soldado haya recibido una orden de matar o torturar en contra del derecho internacional es algo que nunca ha sido reconocido como eximente para tan brutales acciones, si bien es posible que tal orden sea tenida en cuenta como atenuante a la hora de establecer la pena. La auténtica piedra de toque no es la existencia de una orden tal, sino la cuestión de si verdaderamente era posible elegir un modo de actuar acorde con la norma moral”.
En este marco, merece la pena citar por extenso un trozo de la magistral pieza de oratoria forense que es el alegato final del fiscal americano en el Juicio, Robert Jackson:
“Si resumimos lo que nos ha contado toda la retahíla de acusados, nos topamos con el siguiente ridículo panorama del gobierno de Hitler: Un hombre número dos que no sabía nada de los excesos de la Gestapo que él mismo había organizado y que nunca tuvo la menor sospecha del programa de exterminio de los judíos, aun cuando él mismo era el firmante de más de veinte decretos que pusieron en marcha la persecución de esta raza. Un hombre número tres que era un inocente individuo medio que transmitía las órdenes de Hitler sin pararse siquiera a leerlas, como si fuera un cartero o un recadero. Un ministro de exteriores que de los asuntos interiores sabía poco y de la política exterior no sabía nada. Un mariscal de campo que repartía órdenes al ejército sin tener idea de sus consecuencias en la práctica. Un jefe del aparato de seguridad que actuaba bajo la impresión de que la actividad policial de la Gestapo o de la policía secreta era en lo esencial equiparable a la de la policía de tráfico. Un filósofo del partido que estaba interesado en la investigación histórica, pero que ni se imaginaba la violencia que su filosofía había impulsado en el siglo XX. Un gobernador general de Polonia que gobernaba pero no tenía poder. Un jefe de distrito de Franconia que se dedicaba a editar inmundos escritos sobre los judíos, pero que no tenía idea de si alguien los leería. Un ministro del interior que no sabía lo que ocurría en su propio ministerio y menos aún sabía de sus propias atribuciones ni de la situación en el interior de Alemania. Un presidente del banco del Reich que no conocía qué se guardaba en las cámaras acorazadas de su banco y qué se sacaba de ellas. Y un encargado de la economía de guerra que orientaba secretamente toda la economía con fines armamentísticos, pero que no tenía ni idea de que todo ello tuviera algo que ver con la guerra … Si ustedes de estos hombres tienen que decir que no eran culpables, sería igual de verdad decir que no ha habido ninguna guerra, que a nadie se ha matado y que ningún crimen se ha cometido”.
Volviendo a los antecedentes del proceso, se puede mencionar que en 1940 y 1941 hubo ya protestas oficiales de Gran Bretaña, Checoslovaquia, Polonia, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética por los crímenes cometidos por los alemanes durante la ocupación de Polonia y Checoslovaquia, por el trato a los prisioneros de guerra y por la ejecución de rehenes. En enero de 1942 se celebra en Londres una Conferencia que finaliza con una declaración que hace explícito el propósito de que sean procesados los autores de crímenes de guerra. En octubre del mismo año diecisiete Estados se reúnen por primera vez en la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas y hacen pública una lista de crímenes y criminales de guerra. El 26 de junio de 1945 las cuatro potencias aliadas se encuentran en Londres en la Conferencia de la que saldrá el Acuerdo para la persecución y castigo de los principales criminales de guerra del Eje europeo, de 8 de agosto de 1945. En dicho Acuerdo, al que se adherirán otras diecinueve naciones, se ponen las bases organizativas para los procesos de Nuremberg. Ya en 1943 se había decidido, en el encuentro en Moscú de las cuatro potencias aliadas, que sólo se enjuiciaría de ese modo a los criminales principales y cuyos crímenes no se limitasen a un único espacio geográfico.
El artículo 6 del Estatuto de Londres establece los crímenes para cuyo enjuiciamiento es competente el Tribunal: crímenes contra la paz, como plan, preparación y conducción de una guerra de agresión o de una guerra que vulnere los tratados internacionales; crímenes de guerra, con vulneración de las leyes y usos de la guerra, como asesinatos, maltrato o secuestro de población civil para someterla a trabajo esclavo o para cualquier otro fin, ejecución o abuso de prisioneros de guerra, ejecución de rehenes, apropiación de propiedades públicas o privadas, etc.; y crímenes contra la humanidad, como persecuciones criminales por motivos políticos, raciales o religiosos.
En cuanto al fundamento jurídico primero de la legitimidad del proceso y el enjuiciamiento, se mencionó reiteradamente en el propio Juicio, tanto por la acusación como por el Tribunal mismo, que en el Pacto Kellog-Briand, de 27 de agosto de 1928, quince Estados, entre ellos Alemania, se habían comprometido a desterrar la guerra como instrumento de la política nacional y a resolver los conflictos entre Estados exclusivamente por medios pacíficos. Sin embargo, también es verdad que en dicho Pacto no se preveía ningún instrumento sancionatorio para el caso de incumplimiento del referido compromiso. De las condenas recaídas en el Juicio de Nuremberg, sólo la de Rudolph Hess lo fue únicamente por este delito contra la paz; las demás condenas lo fueron también por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
Hay curiosas paradojas de la historia, como la de que el Estatuto que rige el Tribunal Penal Internacional tipifica con todos los requisitos del Derecho Internacional, como veremos luego, el crimen contra la humanidad, así como el genocidio, pero deja por el momento sin cobertura como crimen internacional, a la espera de futura definición por los cauces previstos para la reforma del Estatuto, la guerra de agresión, con lo que no queda sometida ahora a la competencia del Tribunal De tal manera, se pierde por un lado una parte de lo que por otro se avanza. Si un Hitler de nuestros días decidiera por las buenas, como la otra vez, invadir Checoslovaquia y Polonia, no se le podría juzgar como criminal internacional, con tal de que en su marcha triunfal se abstuviera de aquellos otros crímenes.
La vista del primer juicio de Nuremberg duró doscientos dieciocho días. Al comienzo todos los acusados presentes se declararon no culpables. El mencionado Robert Jackson, fiscal americano, abrió su exposición inicial con las siguientes palabras, que se hicieron famosas:
Las atrocidades que tratamos de juzgar y castigar fueron tan inimaginables, tan malvadas y de tan devastadoras consecuencias que la civilización humana no puede permitir que queden sin respuesta, pues no sobreviviría a la repetición de tal atrocidad. Que cuatro grandes naciones, satisfechas con su victoria y dolorosamente atormentadas por la injusticia acontecida, no ejerzan venganza, sino que deliberadamente sometan a los enemigos apresados al veredicto de la ley, supone una de las más importantes concesiones que jamás ha hecho el poder a la razón”.
Y concluía Jackson con esta consideración, frente a quienes veían en el proceso simple venganza de los vencedores:
“Debemos dejar claro a todos los alemanes que la falta por la que sentamos en el banquillo a sus derrotados dirigentes no consiste en que hayan perdido una guerra, sino en que la hayan comenzado”.
Conviene hacer alguna alusión al grave problema, antes aludido, de si en el Juicio de Nuremberg se vulneró o no el principio de irretroactividad penal. La salida más corriente para negar tal vulneración consiste en decir que los actos por los que se condenó en Nuremberg también se hallaban, en realidad, prohibidos por el Código Penal alemán en el tiempo en que ocurrieron, pues encajaban bajo los tipos penales vigentes del aquel Código, como asesinato, homicidio, detención ilegal, lesiones, robo, etc. Según esta visión, no es que tales actos no fueran punibles cuando ocurrieron, sino que el aparato nazi convirtió en irrisoria la eficacia real de esas normas penales que, sin embargo, formalmente regían. Otros autores, como Joachim Perels o Kerstin Freudiger, prescinden de disquisiciones sobre interpretación de preceptos penales vigentes bajo el nazismo y se avienen a justificar la ruptura de la prohibición de retroactividad ante circunstancias tan excepcionales: “la prohibición -dice Kersting- sólo puede cumplir su originaria función de proteger a los ciudadanos frente a la arbitrariedad estatal en caso de que pueda dejarse en suspenso para la persecución de los crímenes cometidos bajo el Estado de injusticia nacionalsocialista”. En una línea semejante irá, en 1950, el Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, cuyo artículo 7, que establece la prohibición de retroactividad penal desfavorable, matiza en su apartado 2 lo siguiente: “El presente artículo no impedirá el juicio y el castigo de una persona culpable de una acción o de una omisión que, en el momento de su comisión, constituía delito según los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. Hasta aquí nos hemos referido fundamentalmente al primer Juicio de Nuremberg. Pero le siguieron otros doce, en cada uno de los cuales se juzgó a un conjunto de acusados agrupados por el tipo de actividades que llevaron a cabo o la organización a la que pertenecían. Tales juicios fueron contra médicos, juristas, industriales y banqueros (los procesos Flick, Krupp, IG-Farben), generales, ministros y altos funcionarios y los jefes económicos y administrativos de las SS. Todos ellos tuvieron lugar ante tribunales norteamericanos en Nuremberg. Del total de 184 acusados en estos doce procesos, algunos murieron durante la tramitación y el juicio y los restantes recibieron las siguientes condenas: 24 fueron condenados a muerte (de ellos doce ejecutados), 20 a cadena perpetua, 98 a penas de privación de libertad de entre dieciocho meses y veinte años y 35 absueltos.
Desde la Ley de control nº 10, de 20 de diciembre de 1945, se dispuso que para el enjuiciamiento en cada zona de ocupación de los delitos recogidos en el Acuerdo de Londres serían competentes los tribunales de la respectiva potencia ocupante. En aplicación de este nuevo criterio, los tribunales americanos iniciaron nuevos procesos en Dachau, Darmstadt y Ludwigsburg. En ellos los acusados fueron 1021 y los condenados 885. Entre los acusados principales estaba personal de los campos de concentración de Buchenwald, Dachau, Flossenbürg, Mauthausen y Mittelbau-Dora.
En la zona de ocupación británica en Alemania se procesó a algunos altos militares y a algunos miembros del personal de los campos de Auschwitz, Bergen-Belsen y Natzweiler, y también a los productores del gas zyclon-B usado en Auschwitz. Los acusados en estos procesos fueron 1085. De ellos 240 recibieron condena a muerte. De los que cumplían penas de libertad los últimos abandonaron las prisiones británicas en 1957, como consecuencia de sucesivas medidas de gracia.
En la zona francesa se procesó también a algunos elementos del personal de campos de concentración, como el de Neue Bremme, en Saarbrücken. Los condenados por estos tribunales militares franceses fueron 2107, 104 de ellos a muerte. De los que cumplían cárcel, también aquí salieron los últimos en 1957.
En el territorio ocupado por la Unión Soviética no se sabe con certeza el número de juicios habidos, aunque todos los estudiosos coinciden en que los procesados fueron más de diez mil.
En la misma Ley de Control nº 10 se estipulaba que las autoridades de ocupación podían autorizar la competencia de tribunales alemanes para perseguir los crímenes nazis cometidos contra ciudadanos alemanes o apátridas. Por esta vía, en la zona de lo que sería después de 1949 la República Federal de Alemania fueron condenadas 4.419 personas por tribunales alemanes, en algunos casos por asuntos relacionados con crímenes en campos de concentración, como los de Meseritz-Obrawalde, Eichberg o Hadamar. De todos modos, de esas 4.419 condenas sólo unas cien lo fueron por delitos contra la vida.
A todos estos procesados y a los que lo serían después en las dos Alemanias hay que sumar los que lo fueron en otros Estados. El número exacto es difícil de determinar. En un libro de 1984, A. Rückerl recogía que en Bélgica habían sido procesados hasta entonces 75 alemanes acusados de crímenes en el nazismo, en Dinamarca 80, en Luxemburgo 68, en Holanda 204 y en Noruega 80. Datos más recientes sobre Holanda, por ejemplo, elevan a 239 el número de alemanes y austriacos encausados hasta hoy por esos motivos, de los que sólo tres serían mujeres; de ellos habrían sido condenados el 85%.
Hay algunas circunstancias un tanto escandalosas. Muchos de los que en países como Francia fueron juzgados entre 1945 y 1955 lo fueron en ausencia, en rebeldía, con lo que la pena que se les impuso no pudo ser aplicada. Después de 1955 el Tribunal Supremo Federal Alemán dictaminó que esos juicios eran válidos a todos los efectos, lo que significó que no se podía volver a juzgar en Alemania por los mismos hechos a los condenados en esos juicios extranjeros válidos. Pero como también disponía ya entonces el artículo 16 de la Ley Fundamental de Bonn que Alemania no podría extraditar a sus ciudadanos a otros países, la consecuencia se presenta en toda su rotundidad: si el condenado en Francia, por ejemplo, vive en Alemania, se considera que ha sido válidamente juzgado allí, pero no se le puede extraditar para que cumpla su pena. Resultado: puede vivir tranquilamente en Alemania sin temor a tener que pagar por su delito. Esa situación no cambió hasta 1975. Y esto era así aun cuando aparecieran nuevas pruebas; ni siquiera entonces se les podía llevar ante los tribunales alemanes si ya habían sido juzgados en el extranjero, aunque fuera en rebeldía. Se ha llamado a esto una “amnistía de hecho”.
Desde el 1 de julio de 2002 está en vigor el Tribunal Penal Internacional. Su Estatuto se aprobó el 17 de julio de 1998, en la Conferencia de Plenipotenciarios en Roma. A favor del Estatuto votaron 136 países, se abstuvieron 21 y 7, entre ellos Estados Unidos, votaron en contra. Para que el Tribunal entrara en vigor se estableció que debían ratificar su estatuto como mínimo sesenta países, y ese fue el número que se alcanzó el 1 de julio del 2002. Otros más lo han ratificado más tarde. Estados Unidos sigue sin hacerlo.
El Tribunal Penal Internacional había sido una aspiración proclamada por la ONU desde su origen. Como precedente primero se cita siempre, aunque no sin discusión, el de los tribunales de Nuremberg. Su antecedente más inmediato lo forman el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoeslavia, nombrado por resolución del Consejo de Seguridad de la O.N.U. de 25 de mayo de 1993, para juzgar “a las personas responsables de serias violaciones del Derecho Internacional Humanitario en el territorio de la ex Yugoeslavia”, y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, proclamado por resolución del Consejo de Seguridad de la O.N.U. de 8 de noviembre de 1994, para enjuiciar a los responsables de genocidio y otras graves violaciones del derecho internacional humanitario en el territorio de Ruanda y de los Estados vecinos.
La pregunta que ahora podemos hacernos es ésta: ¿qué ocurriría, en términos de derecho penal internacional, si el Estado hitleriano hubiera realizado sus fechorías a partir del 1 de julio de 2002?
Lo primero que hay que aclarar es el porqué de ese límite temporal. El Tribunal sólo juzgará actos cometidos con posterioridad a esa fecha de entrada en vigor de su Estatuto; es decir, no operará retroactivamente. Esto significa, obviamente, que al Tribunal no se podría someter, por ejemplo, a un antiguo comandante de campo de concentración nazi al que se encontrara hoy vivo aún en algún lugar.
En cuanto al fondo de la pregunta, la respuesta es que se podría juzgar a criminales como los dirigentes y supremos ejecutores nazis (y tantos otros que en el siglo XX han sido) por prácticamente todos los delitos que el Estatuto del Tribunal tipifica en sus artículos 5 a 8 y que son los siguientes: genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. El art. 6 establece que el genocidio consiste, a estos efectos, en perpetrar, “con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal” actos como matanza de miembros del grupo, lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial, medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo y traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo. En cuanto al crimen de lesa humanidad, lo cometen quienes realizan acciones como las siguientes, “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”: asesinato; exterminio; esclavitud; deportación o traslado forzoso de población; encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; tortura; violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional; desaparición forzada de personas; el crimen de apartheid; y otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física.
El art. 8 define acciones semejantes y otras (toma de rehenes, ataques intencionados con tra la población civil, saqueos, utilización de escudos humanos, ejecuciones sin juicio, alistamiento de menores de 15 años, etc., etc.) como constitutivas del delito de crímenes de guerra, “cuando se cometan como parte de un plan o política o como parte de la comisión en gran escala de tales crímenes”
¿Significa lo anterior que dondequiera que surja un Estado criminal como el nazi se desencadena, sin más, la competencia del Tribunal Penal Internacional para juzgar y, en su caso, castigar a sus dirigentes comprometidos en tales crímenes? No es tan fácil. Supongamos que existe en realidad hoy ese que llamaremos Estado Hitleriano. Para que pueda el Tribunal actuar contra sus dirigentes tiene que darse alguna de estas tres circunstancias (art. 12 del Estatuto):
a) Que el Estado Hitleriano haya ratificado el Estatuto del Tribunal, con lo que se habrá sometido a la competencia de éste.
b) Que los hechos que se enjuician y se imputan a dirigentes del Estado Hitleriano hayan ocurrido en otro Estado que sí ha ratificado el Estatuto o contra sus nacionales.
c) Que el Estado Hitleriano, si no ha ratificado el Estatuto, acepte la competencia del Tribunal para juzgar el caso concreto en cuestión.
Si no es con esos requisitos, no hay nada que hacer. O sea, si el Estado Hitleriano no es parte del Estatuto, los hechos han ocurrido en su territorio o en el de otro Estado que tampoco es parte y las víctimas han sido nacionales suyos o de otro Estado que no es parte, el Tribunal no tiene competencia. Otra cosa es lo que internamente cada Estado pueda intentar, conforme a su derecho interno, para el castigo de los que en el Estado Hitleriano han atentado contra sus nacionales.
La relación del Tribunal Penal Internacional con los tribunales de los Estados cuyos criminales internacionales se juzgan es una relación llamada de complementariedad (arts. 1 y 17), lo que significa que el Tribunal sólo puede actuar cuando no lo haga la jurisdicción nacional respectiva del Estado en que los crímenes se cometieron, o cuando el enjuiciamiento que ésta lleve a cabo sea un mero subterfugio para eludir la responsabilidad de sus ciudadanos por crímenes internacionales.
Quienes pueden solicitar la actuación del Tribunal son su propio Fiscal, un Estado parte o el Consejo de Seguridad de la O.N.U. La pena más alta que puede aplicar es la de cadena perpetua, si bien restringida esta pena más alta a los casos de extrema gravedad.
En términos de derecho, la diferencia más importante que existe entre los Tribunales de Nuremberg y el Tribunal Penal Internacional es que éste posee una indiscutible competencia y legitimación con arreglo a Derecho Internacional, mientras que de aquéllos es inevitable reconocer que fueron el desesperado intento de hacer justicia a crímenes aborrecibles en un contexto jurídico que carecía de instrumentos propiamente aptos para fundar plenamente y con todo el rigor técnico-jurídico el enjuiciamiento penal de tales hechos, hechos que eran literalmente inimaginables en nuestro mundo civilizado antes de que ocurriesen. Y la prueba de lo difícil que es disponer tales medios en derecho internacional es, precisamente, el enorme tiempo que tuvo que pasar hasta llegar al Tribunal Penal Internacional y las limitaciones con las que, aun así, nace.
2. La persecución penal de los crímenes nazis después de los juicios de Nuremberg
Los juicios de Nuremberg fueron organizados y realizados por las cuatro potencias vencedoras de la Alemania nazi. Al acabar la guerra los Aliados dejan en suspenso el sistema judicial alemán y en la Proclamación nº 2 de las Fuerzas Aliadas disponen que “todos los juzgados alemanes… dentro de las zonas ocupadas quedan cerrados hasta nueva orden”. Pero esa situación duró poco tiempo, pues la necesidad práctica obligó a los Aliados a reabrir pronto y progresivamente los juzgados y tribunales de Alemania. Se pretendió primeramente hacerlo con jueces alemanes no contaminados por el ejercicio de su carrera bajo el nazismo, pero eran tan pocos que el intento fracasó. Se quiso luego equilibrar la composición de los tribunales integrando paritariamente a jueces que lo hubieran sido bajo el nazismo y a otros que no, pero seguían faltando jueces. Se acabó readmitiendo a la inmensa mayoría de los ex jueces del Estado nacionalsocialista con sólo someterlos a un proceso de desnazificación, una especie de cursillo. De ahí que, con razón, hablen los historiadores de la continuidad entre la Justicia del nazismo y la de la República Federal. Hasta el Presidente, entonces, del Tribunal Supremo Federal Alemán, Hermann Weinkauff, había sido integrante del Tribunal Superior del Reich entre 1935 y 1945. Esa continuidad se menciona siempre como una de las principales causas del poco celo de gran parte de la judicatura alemana a la hora de perseguir y penar a los criminales del nazismo.
No será en la judicatura únicamente donde tal continuidad y la habilidad de los que fueron fieles y esforzados funcionarios del nazismo se aprecie. Pongamos sólo dos ejemplos más, de los muchos posibles. En 1954 fue nombrado en un alto cargo del Ministerio de Justicia Franz Massfeller, que había sido uno de los asistentes, como funcionario del Ministerio del Interior, a la reunión en el lago Wannsee el 22 de enero de 1942, en la que se decidió poner en marcha la “solución final” con los judíos. Massfeller era también autor de un comentario, no crítico precisamente, de las leyes racistas de 1935, conocidas como Leyes de Nuremberg. En 1976 fue designado Ministro de Justicia del Estado Federado de Baja Sajonia Hans Puvogel, autor bajo el nazismo de un libro sobre “La eliminación de los minusválidos mediante la muerte”. Un juez sacó a la luz esa antigua publicación cuando Puvogel fue nombrado Ministro. Dicho juez fue expedientado y sancionado.
Ese es el marco, con sus claroscuros, en el que tendrá lugar en Alemania y por los tribunales alemanes la persecución de los crímenes del nazismo. Junto a los casos de escaso celo en tal labor, se debe mencionar también a otros jueces y fiscales que pusieron su mayor empeño en que se hiciera justicia y se castigara a los culpables. Tal vez el nombre más destacado a este efecto es el del fiscal general de Hesse, Fritz Bauer.
Echemos primeramente un vistazo a las cifras. Luego aludiremos a algunas cuestiones y procesos que tienen relación más próxima con los asuntos de la película y mencionaremos ciertos temas técnico-jurídicos que han condicionado la acción de la justicia.
Según los datos del Ministerio Alemán Federal de Justicia, entre el 8 de mayo de 1945 y el 1 de enero de 1996 los tribunales de la República Federal Alemana condenaron a un total de 6.494 personas por delitos relacionados con el nacionalsocialismo. Dentro de ese mismo plazo la Fiscalía inició actuaciones contra 106.496 personas, lo que indica un índice muy bajo de procesos judiciales y de condenas.
Si atendemos sólo a los delitos contra la vida, según la información que ofrece la Universidad de Amsterdam, donde está en marcha el proyecto Justiz und NZ-Verbrechen, en el que se publican las actas de los procesos por delitos del nazismo (véase, www1.jur.uva.nl/junsv/inhaltsverzeichnis.htm ), entre 1945 y 1997 fueron procesadas en la República Federal de Alemania por crímenes contra la vida (asesinato, homicidio, etc.) bajo el nazismo un total de 1875 personas, en 912 procesos. Recayeron catorce condenas a muerte, ciento cincuenta cadenas perpetuas y ochocientas cuarenta y dos condenas de privación temporal de libertad. Durante el mismo periodo en la República Democrática Alemana, la Alemania del Este o comunista, los procesos por las mismas causas fueron 744 y los acusados 1190. Las cifras anteriores significan que en la República Federal se procesó por crímenes contra la vida bajo el nazismo a tres de cada cien mil habitantes, y en la República Democrática a siete de cada cien mil.
Veamos los siguientes cuadros comparativos de los procesos en las dos Alemanias, cuadros tomados del proyecto holandés antes mencionado (www.jur.uva.nl/junsv/schwerpost.htm). Representamos la República Federal con sus iniciales, BRD, y la República Democrática con las suyas, DDR. Los porcentajes son sobre las cifras totales de procesos que acabamos de mencionar.
PROCESOS |
BRD |
DDR |
Hasta 1960 |
55% |
88% |
Desde 1960 |
45% |
12% |
Pena impuesta |
BRD |
DDR |
Pena de muerte |
0,7% |
6% |
Cadena perpetua |
8% |
8% |
Privación temporal de libertad |
44% |
67% |
Sin pena (absolución, sobreseimiento, etc.) |
47% |
19% |
VÍCTIMAS EXTRANJERAS |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
32% |
30% |
Procesos desde 1960 |
82% |
79% |
VÍCTIMAS JUDÍAS |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
21% |
18% |
Procesos desde 1960 |
72% |
62% |
Las tablas que vienen a continuación destacan la frecuencia con que, sobre el total de procesos y acusados que hemos referido, se persiguieron algunos tipos de delitos. El primer cuadro se refiere a los procesos contra médicos y colaboradores en prácticas de eliminación “médica” de ciertos grupos, como minusválidos, dementes, alcohólicos, etc. El segundo trata de los juicios contra jueces y fiscales por prácticas judiciales aberrantes en aplicación del derecho nazi y que se tradujeron en resultado de muerte. El último de los cuadros se refiere a los procesos contra dirigentes y administradores del aparato nazi, lo que se conoce como procesos contra los burócratas nazis por crímenes de despacho (Schreibtischverbrechen) que llevaron a los mismos resultados de muerte. El resto de estos cuadros no necesitan especial aclaración de su referencia.
“EUTANASIA” |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
4,6% |
2,3% |
Procesos desde 1960 |
2,7% |
2,2% |
CRÍMENES JUDICIALES |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
3,6% |
1,1% |
Procesos desde 1960 |
1,0% |
4,5% |
CRÍMENES DE GUERRA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
8,2% |
12,3% |
Procesos desde 1960 |
20,7% |
61% |
CRÍMENES DE EXTERMINIO POR “EINSATZGRUPPEN” |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
0,8% |
0,0% |
Procesos desde 1960 |
11,6% |
9% |
CRÍMENES DE EXTERMINIO EN CAMPOS CONCENTRACIÓN |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
1,6% |
1,4% |
Procesos desde 1960 |
9,1% |
5,6% |
CRÍMENES DE DESPACHO |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
1,0% |
0,6% |
Procesos desde 1960 |
4,0% |
1,1% |
Las siguientes tablas recogen la adscripción de los acusados en aquellos procesos.
PERSONAL DE PRISIONES Y CAMPOS |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
18,7% |
9,1% |
Procesos desde 1960 |
25,9% |
12,3% |
PERSONAL DE LA ADMON. DE JUSTICIA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
4,4% |
0,9% |
Procesos desde 1960 |
1,2% |
4,3% |
PARTIDO NAZI |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
12,7% |
5,6% |
Procesos desde 1960 |
0,5% |
0,0% |
POLICÍA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
24,7% |
12,3% |
Procesos desde 1960 |
41,5% |
42,6% |
ADMINISTRACIÓN CIVIL |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
5,4% |
3,2% |
Procesos desde 1960 |
3,0% |
1,1% |
ECONOMÍA |
BRD |
DDR |
Procesos hasta 1960 |
4,4% |
9,1% |
Procesos desde 1960 |
0,7% |
1,1% |
El goteo de procesos no se ha detenido después de 1997, dentro y fuera de Alemania, si bien ya pocos quedan con vida de los que participaron en aquellos crímenes. Todavía en abril de 2001 un Tribunal de Ravensburg condenó a Julios Viel, de ochenta y tres años, a doce años de prisión como autor del asesinato de siete trabajadores forzosos judíos en la primavera de 1945.
Desde el 31 de agosto de 1951 los tribunales alemanes sólo pueden aplicar el derecho penal alemán y respetando el principio de irretroactividad. Por tanto, para juzgar los crímenes del nazismo hubo que tomar como base, tal como en este mismo caso de Viel ocurrió, el derecho penal alemán de la propia época nazi. En este caso de Viel, el tribunal sentó que Viel era un asesino incluso para aquel derecho penal, si bien entonces tales comportamientos no eran de hecho perseguidos, sino tolerados o fomentados desde el poder político. Además, para condenar a Viel el tribunal da por probado que obró por propio impulso y no cumpliendo órdenes, pues en este último caso habría sido considerado mero cooperador, como luego veremos.
Aún en julio de 2002 fue condenado, en Hamburgo, a siete años Friedrich Engel, de 93 años, apodado “el verdugo de Génova”, por la muerte en dicha ciudad, en la que había sido jefe de las SS, de 59 prisioneros italianos. Fueron tomados como rehenes y ejecutados, bajo sus órdenes, como venganza por un atentado contra soldados alemanes en un cine. Años antes Engel había sido condenado en Italia, en rebeldía, a cadena perpetua. Pero siguió viviendo en Hamburgo tranquilamente hasta que una cadena de TV descubrió su pasado y surgió el escándalo por el poco celo que hasta entonces habían demostrado las autoridades judiciales alemanas.
También fuera de Alemania ha habido hasta hoy procesos y condenas célebres contra antiguos asesinos nazis, como en el caso de Erich Priebke, en Italia, en 1998. Había sido detenido en Bariloche, Argentina, en 1994, y extraditado a Italia, donde se le condenó a quince años por la ejecución de 335 rehenes civiles italianos. Por su edad y estado de salud, se le conmutó la prisión por arresto domiciliario. En abril de 2001 se querelló contra dos periodistas italianos que lo habían calificado como “verdugo” y solicitó una indemnización de un millón de marcos para restablecer su dignidad maltrecha. Afortunadamente, los tribunales rechazaron tal pretensión.
Es importante recordar algunos datos que han ido condicionando la persecución de los crímenes nazis. En primer lugar, algunas amnistías parciales, como la de 1949 y 1954, para delitos castigados con penas menores o acaecidos bajo circunstancias de obediencia debida.Muy determinantes han sido igualmente las sucesivas prescripciones de los diversos delitos. Esta ha constituido una cuestión tremendamente debatida en Alemania. En el trasfondo está un importante problema doctrinal, de alcance general, que podemos formular, con sencillez, así: ¿durante cuánto tiempo ha de ser perseguible un delito? Que el cometer cualquier delito pueda suponer que su autor haya de pasar el resto de la vida bajo la espada de Damocles de que un día pueda ser procesado parece fuente de injusticia y, sobre todo, de inseguridad jurídica. La convivencia social exige que esté tasado el momento de borrón y cuenta nueva, ya sea porque el delito se ha juzgado y la pena, en su caso, se ha cumplido, ya sea porque ha pasado el tiempo para enfrentarse con ese delito. Esto en términos generales parece adecuado, pero el siglo XX ha visto, a raíz de los abundantes supuestos de genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, crecer la polémica sobre si este tipo de crímenes no deberían ser imprescriptibles. Y esta es la consideración que se ha impuesto en el Estatuto del Tribunal Penal Internacional, que así los declara, imprescriptibles (art. 29).
En el caso alemán fue grande la polémica sobre si los casos de homicidio, asesinato, detención ilegal, lesiones, etc. acontecidos bajo el nazismo debían prescribir según el término fijado con carácter general en el Código Penal o si debían ser objeto de normativa especial que prolongase su fecha de prescripción y permitiese seguir persiguiéndolos.
Un primer momento decisivo se da en 1960, cuando prescribieron los delitos de homicidio, lesiones con resultado de muerte y detención ilegal con resultado de muerte. Para ellos el plazo de prescripción que el Código Penal entonces vigente establecía era de quince años. Una proposición de ley para prolongar ese plazo fue rechazada en el Parlamento alemán en ese momento, con el argumento de que atentaría contra la prohibición de retroactividad penal desfavorable, contenida en el art. 103 de la Ley Fundamental de Bonn. La discusión se reabrió en 1965, cuando llegaba el momento de prescripción de los asesinatos cometidos antes del fin de la Guerra. El Parlamento aplazó tal prescripción cuatro años, hasta 1969. En 1969 una nueva ley alarga a treinta años el plazo de prescripción del asesinato y declara imprescriptible el delito de genocidio. De ese modo, los delitos de asesinato del tiempo del nazismo pasaban a prescribir en 1979. Y precisamente en 1979 una nueva ley parlamentaria declara imprescriptible el delito de asesinato.
Visto lo anterior, se desprende una impresión muy positiva, pero engañosa. Es preciso explicar que con la prescripción de los homicidios se garantizó la impunidad de gran parte de los criminales, pues los tribunales estimaron que había homicidio, y no asesinato, siempre que el que mataba lo hacía siguiendo una orden y sin motivaciones más reprobables, como crueldad, odio racial, etc. Y como era fácil alegar que se cumplían órdenes y resulta tan difícil probar las intenciones y los móviles…
En el ambiente alemán de los años cincuenta, mucho más proclive a cerrar los ojos sobre el pasado que a perseguir con eficacia a los criminales nazis, hubo un hecho, en 1958, que provocó una reacción. Una ley de 1951 permitía que reingresasen en el servicio o, en ciertos casos, percibiesen una pensión hasta su jubilación, los que habían sido funcionarios bajo el nazismo y hubiesen sido separados de su puesto por razones puramente funcionales y de servicio. Por esta vía pudieron, por ejemplo, reingresar en la Administración gran parte de los antiguos funcionarios de la Gestapo. De hecho, en 1953 el 30% de los funcionarios de los ministerios federales estaba formado por reingresados por esta vía, y especialmente en el Ministerio del Interior. De modo que muchos de los que tenían que perseguir a los criminales nazis, siguiendo las directrices de la fiscalía, eran antiguos funcionarios del nazismo. Como los que tenían que juzgarlos luego, ya lo sabemos.
Pues bien, uno de los así reingresados fue despedido, en Ulm, al descubrirse que vivía bajo identidad falsa. Un testigo declaró que su verdadero nombre era Fischer-Schweder y que durante la Guerra, como director de la policía en Memel, había participado en numerosos crímenes contra judíos ejecutados por Einsatzkommandos que él mandaba. La prensa recogió el hecho y se produjo un importante escándalo. Fischer-Schweder fue detenido en 1956 y se convirtió en el principal acusado del juicio que en 1958 comenzó en Ulm, el llamado “Proceso de Ulm”, primero ante un tribunal alemán por los crímenes de los Einsatzkommandos en territorio ruso.
A la hora de juzgar los crímenes del nazismo, un tema tremendamente determinante ha sido el de su autoría. En términos claros, podemos plantear la cuestión del siguiente modo: ¿quiénes fueron los verdaderos autores de las muertes en las cámaras de gas, en los pelotones de trabajo, en las ejecuciones de rehenes, etc.? O, en otras palabras: los que seleccionaban a los deportados en la “rampa” de Auschwitz, los que ahorcaban a los internos de los campos que intentaban una fuga, los que hacían a los prisioneros que trabajaban en las canteras arrastrar piedras hasta que caían muertos, los que encerraban a los deportados en los trenes, hacinándolos sin agua durante días, los que, como miembros u oficiales de Einsatzkommandos, fusilaban diariamente cientos de judíos, en jornadas interminables, etc., etc., etc., ¿eran realmente los autores de los crímenes que por su mano ocurrían o eran únicamente ejecutores, meros instrumentos de una voluntad ajena y, por tanto, carentes de responsabilidad personal siempre que no resulte probado que actuaban así por gusto y delectación personal? Pues bien, grosso modo, y aun con todos los matices que sean necesarios, se puede afirmar, que la tesis que en los tribunales alemanes se impuso es que autores propiamente dichos, en el preciso sentido jurídico-penal del concepto, lo fueron, de la mayor parte de los crímenes, sólo Himmler, Göering, Heydrich… y sobre todo Hitler. La inmensa mayoría de los demás que movieron las piezas del endiablado engranaje no habrían sido más que cómplices, cooperadores (Gehilfen). La suya no habría sido prioritariamente la voluntad de matar, torturar, explotar, exterminar, etc., sino de… obedecer. Los más, con mucho, de los miembros de las SS y de los Einsatzkommandos habrían obrado como meros cooperadores. Hitler y sus inmediatos colaboradores habrían sido los autores, si bien no actuaron de propia mano, sino como autores mediatos, es decir, valiéndose de otros como instrumentos o medios de sus propósitos. Y estos otros quedan rebajados a la condición de poco menos que herramientas del crimen.
Podemos ilustrar todo esto con el ejemplo del Proceso de Ulm que antes se mencionó. Se juzga por la masacre de cuatro mil personas en la frontera lituana, llevada a cabo por los Einsatzkommandos de las SS bajo el mando de Fischer-Schweder. En su sentencia de 29 de agosto de 1958, dice el tribunal de Ulm lo siguiente: “Según ha quedado acreditado ante este Tribunal, los autores de las medidas de «tratamiento especial de enemigos potenciales», es decir, de la aniquilación física de gran número de judíos, con desprecio de su edad y sexo, y de comunistas en la Región Oriental, son Hitler, Himmler, Heydrich y su círculo más cercano. Ellos planearon conjuntamente el exterminio y lo prepararon técnica y organizativamente con el asesoramiento de la RSHA, e hicieron que se ejecutara mediante grupos de intervención y campos de exterminio, en los cuales, respectivamente, se actuó conforme a órdenes”. Añade el Tribunal que los diez acusados tenían la misma conciencia de la antijuridicidad de la acción que sus autores principales y que no obraron bajo estado de necesidad, sino libremente. Sin embargo, los acusados no habrían querido los asesinatos como cosa propia, por su voluntad, sino que “actuaron meramente con el dolo de apoyar con su acción la acción de los autores principales”. En consecuencia, se les condena, como cooperadores, a penas bajas de prisión, por término medio dos días por cada muerte.
La distinción anterior entre autor y cooperador tuvo enormes consecuencias en la persecución penal. ¿Por qué? Antes de 1969, porque de esa manera se podía evitar, para los condenados, la pena de cadena perpetua que correspondía a los autores propiamente dichos, y era posible imponer a los considerados cooperadores penas relativamente suaves. Y porque por esa vía llegó lo que se ha llamado una “amnistía por la puerta de atrás”. En efecto, cuando en 1969 el legislador alemán sienta la imprescriptibilidad del asesinato y el genocidio, hace también algo más, que aparentemente no tiene que ver con los problemas penales del nazismo: mediante una sutil maniobra técnica sitúa en quince años la pena máxima para los cooperadores y provoca, así, que se deban considerar, retroactivamente, prescritos en 1960 los delitos cometidos bajo el nazismo en condición de cooperador. La jugada de despiste se consuma al disponer que en el futuro los delitos en grado de cooperación prescribirán a los veinte años, en lugar de a los quince. De este modo, ya ha quedado definitivamente eliminada, por la acción conjunta de la jurisprudencia anterior y de esta vuelta de tuerca del legislativo, la posibilidad de juzgar a los tenidos por cooperadores en el nazismo; y cooperadores eran considerado todos (salvo, como ya se ha dicho, los que actuaban por móviles propios y por cuenta propia), menos Hitler, Göring, Himmler y Heydrich. Así pues, a partir de 1969 no habrá definitivamente posibilidad de condenar al que apretaba el gatillo o abría la espita del gas, salvo que se pruebe, con todo lo difícil que esto resulta, que actuaba por propia iniciativa o movido por sentimientos más bajos que el mero espíritu de obediencia. La desazón del lector aumentará si sabe que esa tan generosa interpretación extensiva del concepto de cooperador, y la paralela interpretación restrictiva del concepto de autor, apenas las aplicaron los tribunales alemanes a más casos que éstos de los crímenes nazis. Y todavía más si conoce que el ponente en la comisión ministerial que organizó tal reforma fue Eduard Dreher, Director del Departamento Penal del Ministerio Federal de Justicia y que había destacado bajo el nazismo, como Fiscal en el Tribunal Especial de Innsbruck, por su celo para solicitar penas de muerte.
Veamos ahora un ejemplo de los efectos que lo anterior tuvo en los procesos por los crímenes en los campos de concentración.
Entre los acusados en el Proceso de Auschwitz, concluido en Frankfurt en 1965, estaba Robert Mulka, quien fuera el ayudante del Rudolf Höss, de quien ya sabemos que fue el Comandante del campo durante la operación de exterminio de los judíos. A aquél le correspondió en varias ocasiones dirigir la selección en la “rampa”. En una de esas ocasiones un subordinado le notificó que uno de los integrantes del comando de presos que trabajaba en la rampa en la recepción de los nuevos deportados acababa de hablar con uno de éstos, lo que estaba prohibido. Mulka miró el reloj y le dijo a su subordinado: “házselo rápido, es tarde”. Su subordinado mató de inmediato al preso del comando. Se demostró, además, que Mulka tenía importantes responsabilidades en el funcionamiento de las cámaras de gas y en el aprovisionamiento de zyclon-B. El tribunal lo condenó a catorce años de prisión en su condición de cooperador, que no coautor. Se alegó que el destino de los deportados a Auschwitz estaba decidido antes de la llegada de cada contingente, por lo que Mulka no tenía el “dominio del hecho” y de sus decisiones nada dependía. Si acaso, dice el Tribunal, sólo el Comandante del campo, Höss, hubiera podido cambiar algo con sus órdenes. A los demás, entre ellos Mulka, sólo les cabía obedecer. Únicamente habría actuado con voluntad de autor si hubiera mostrado un especial empeño o una actitud de clara aprobación del contenido de las órdenes. Y hasta su orden de matar al preso del comando supone el Tribunal que era consecuencia de que Mulka juzgó que el preso había cometido una grave falta disciplinaria: “no mandó matar al preso -dice la sentencia- porque fuera judío -lo cual, por lo demás, no consta con seguridad- sino porque, desde el punto de vista de Mulka, era culpable de una falta merecedora de la muerte. El móvil para matarlo no era el mismo que el de los dirigentes nazis que determinaron los asesinatos masivos de los judíos”. Sobran comentarios.
3. Indemnizaciones para los trabajadores forzosos
Hasta el momento nos hemos referido solamente a las responsabilidades penales por los crímenes del nazismo. Y qué duda cabe de que una de las más fuertes razones para la persecución penal es la de hacer justicia a las víctimas. Pero hay otra importante manera de sanar la injusticia padecida por muchas de esas víctimas: la indemnización, la compensación por la explotación sufrida al ser obligadas a trabajar en régimen peor que el de esclavitud y en condiciones infrahumanas.
En La lista de Schindler vemos el trabajo de unos prisioneros judíos, lo que, en su caso y por obra de Oskar Schindler, significó la forma de escapar a la muerte segura. El trabajo esclavo, y no sólo de judíos, en la industria vinculada a los campos fue una práctica absolutamente habitual en el nazismo. Se calcula que a fines de 1944 más de siete millones y medio de trabajadores extranjeros, la mayoría sin salario ninguno y otros con un salario irrisorio, trabajaban en Alemania como prisioneros esclavos. Un tercio de esa cifra eran mujeres. Casi todos los sectores de la economía alemana de la época se nutrían así de mano de obra gratuita o muy barata. Gracias a eso pudo el gobierno nazi mantener hasta el final de la Guerra un nivel de vida relativamente aceptable para toda la población alemana libre y evitar el que las mujeres alemanas tuvieran que ser reclutadas para el trabajo en la industria cuando todos los hombres útiles eran enviados a la guerra. Dicen también los historiadores que de no ser por esa mano de obra de los presos de los campos, los prisioneros de guerra y los trabajadores forzosos extranjeros, Alemania no habría podido proseguir la guerra más allá de 1942. El trato de tales trabajadores forzosos y esclavos era tanto peor cuanto más abajo estuvieran en la escala racial que los nazis atendían. Los peores tratos los soportaban los prisioneros judíos, así como los prisioneros y trabajadores forzosos rusos y polacos. Los provenientes de Centro y Norte de Europa tenían condiciones mejores.
Finalizada la Guerra, se comenzó a reclamar que tanto el Estado Alemán como las industrias que se habían beneficiado de aquellos trabajadores forzados les indemnizaran por el abuso sufrido y los beneficios que habían reportado. Durante décadas no prosperaron en Alemania tales peticiones. El Gobierno sostenía que ya habían sido indemnizados los que debían serlo. Las empresas mantuvieron durante mucho tiempo lo que ya había alegado la firma Krupp en los procesos de Nuremberg: que no habían hecho nada ilegal, que se había procedido según las necesidades de una economía de guerra y que las empresas, en esa situación, habían actuado conforme a lo que era su obligación patriótica. Afirmaban, además, que quien había forzado los trabajos había sido el Gobierno nazi y que las empresas ya habían pagado por esa mano de obra a las SS en su momento. El mismo Tribunal Supremo Federal Alemán consideraba, en los años sesenta y setenta, que aquellas empresas no habían actuado a título propio, sino como “cuasiempresas” y como “agencias del Reich” u “órganos auxiliares de la administración penitenciaria”, razón por la que se rechazaban las demandas individuales contra ellas.
Hubo antes procesos con resultados verdaderamente risibles. En 1957 comienza un proceso motivado por la demanda interpuesta por Adolf Diamant, un judío que tenía veinte años cuando fue deportado del gueto de Lodz a Auschwitz. Toda su familia fue enviada a las cámaras de gas y a él lo seleccionaron para trabajar, como prisionero del campo de concentración de Neugamme, en la empresa Büssin. El tribunal dictaminó que “nadie puede comprar el trabajo de una persona que ha sido antijurídicamente privada de su libertad” y condenó a la empresa a indemnizar a Adolf Diamant con la cantidad de … 177,80 marcos alemanes. Tan irrisoria indemnización disuadió a muchos otros posibles demandantes.
Ante esa situación, en los años noventa se presentaron demandas ante tribunales norteamericanos, solicitando que las filiales norteamericanas de industrias que usaron mano de obra esclava en la Alemania nazi, como Mercedes Bend, Ford y Volkswagen, fuesen condenadas a indemnizar en Estados Unidos a los supervivientes de aquellos que fueron sus esclavos. En cuanto a los pleitos que en Alemania se planteaban por estos asuntos hasta los años noventa, muchas reclamaciones no tenían éxito porque se trataba de personas que ya habían sido resarcidas en otros conceptos (por ejemplo, por secuelas físicas de su estancia en campos de concentración. Una ley de 1956, complementada por otra de 1965, disponía indemnizaciones para las víctimas alemanas de homicidios, daños corporales y privación ilícita de libertad, pero no compensación por los trabajos forzados; unas 360.000 personas fueron indemnizadas por estos conceptos), o por problemas de prescripción de plazos. Por otro lado, después de 1989 comenzaron a llegar a los juzgados alemanes demandas de ciudadanos de Europa Central y Oriental que hasta ese momento no habían podido acceder a la judicatura alemana.
En el verano de 1998 se organizó la campaña “Justicia para los supervivientes del trabajo forzado nazi” y se plantearon numerosas demandas nuevas contra el Estado Alemán y contra las empresas. La creciente incertidumbre para Estado y empresas, así como la presión de una opinión pública cada vez más concienciada de la injusticia, condujeron a la búsqueda urgente de soluciones extrajudiciales. Algunas empresas, como Volkswagen o el Dresdner Bank, constituyeron fondos para indemnizar a sus antiguos trabajadores forzosos. Otras, como Siemens o BMW, se declararon dispuestas a aportar dinero si el Estado creaba un fondo para compensaciones. Finalmente se buscó la salida en un acuerdo entre el Estado y las empresas para crear un fondo de indemnización y abrirlo a las solicitudes de todos los antiguos trabajadores esclavos y forzosos.
El 23 de marzo de 2000 se alcanzó en Alemania el acuerdo para indemnizar a las víctimas del trabajo forzoso y de otros daños (especialmente como consecuencia de experimentos médicos o de fallecimiento o lesiones graves de menores internados en alojamientos para hijos de trabajadores forzosos) bajo el nazismo, con una suma global de diez mil millones de marcos. La vía elegida fue la de crear una fundación que se hace cargo de tal cometido. La ley que crea y regula esta fundación llamada “Memoria, responsabilidad y futuro” es de 2 de agosto de 2000. Dicha ley estableció como plazo para solicitar las mencionadas indemnizaciones hasta el 31 de diciembre de 2001. La indemnización podían solicitarla las propias víctimas o sus herederos en el caso de que aquéllas hubiesen fallecido con posterioridad al 15 de febrero de 1999.
Por otro lado, el 17 de julio de 2000 se firmó un Acuerdo entre el Alemania y Estados Unidos por el que la Fundación se compromete a asumir todas las indemnizaciones futuras y es designada como la única instancia ante la que presentar las reclamaciones por la explotación en las industrias alemanas de la época nazi. Se quiso así, como es evidente, acabar con las demandas ante los tribunales norteamericanos contra las actuales filiales estadounidenses de aquellas empresas.
A fecha de noviembre de 2002 la Fundación había desembolsado 1.927 millones de euros para pagar el primer plazo de la indemnización (la ley prevé que el pago tenga lugar en dos plazos) a un millón ciento siete mil víctimas de trabajo esclavo y forzoso hasta ese momento reconocidas. De ellas, por ejemplo, 384.077 eran polacas, 320.207 ucranianas, 114.765 judías y 88.200 rusas. Los indemnizados pertenecen a unos setenta y cinco Estados distintos. Hasta agosto de 2002 se había aprobado la indemnización para sesenta españoles.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Hay que mencionar en primer lugar la novela de Thomas Keneally, La lista de Schindler, publicada en castellano por Ediciones B., con traducción de Carlos Peralta. El original en inglés es de 1982.
1. Estudios sobre la película
En castellano es totalmente recomendable el libro de Arturo Lozano Aguilar, Steven Spielberg, La lista de Schindler, Barcelona, Paidós, 2001.
Importantes recopilaciones o monografías extranjeras de estudios sobre la película son las siguientes
– Th. Fensch, Oskar Schindler and his List. The Man, the Book, the Film, the Holocaust and Its Survivors, Forest Dale (Vermont), Paul S. Erikson, 1995.
– Y. Loshitzky (ed.), Spielberg´s Holocaust. Critical Perspectives on Schindler´s List, Bloomington & Indianapolis, Indiana University Press, 1997.
– F. Palowski, Witness. The Making of Schindler´s List, Londres, Orion, 1998.
– J.-M. Noack, “Schindlers Liste”: Authentizität und Fiktion in Spielbergs Film, Leipzig, Leipziger Universitätsverlag, 1998.
El guión de la película puede verse en distintas direcciones de internet. Por ejemplo:
– http://blake.prohosting.com/awsm/script/schindlerslist.txt
– http://www.un‑official.com/The_Daily_Script/slist.doc
– http://www.scriptdude.com/frames/moviescripts/SchindlersList.pdf
Estudios sobre la representación de los campos de concentración en el cine, aunque sin análisis de La lista de Schindler, pueden verse muy destacadamente en los siguientes libros.
– I. Avisar, Screening the Holocaust.. Cinema´s Images of the Unimaginable, Bloomintong & Indianapolis, Indiana University Press, 1988.
– A. Insdorf, Indelible Shadows. Film and the Holocaust, Cambridge, Cambridge University Press, 2ª ed., 1989.
– J. Doneson, The Holocaust in American Film, Philadelphie, The Jewish Publication Society, 1987.
– A. Lozano Aguilar (coord.), La memoria de los campos. El cine y los campos de concentración nazis, Valencia, Ediciones de la Mirada, 1999.
Sobre la problemática general de la representación del Holocausto en el cine y en las demás artes, con valiosas referencias a La lista de Schindler, merecen ser citados:
– S. Kramer, Auschwitz im Widerstreit. Zur Darstellung der Shoah in Film, Philosophie und Literatur, Wiesbaden, Deutscher Universitäts-Verlag, 1999.
– S. Krankenhagen, Auschwitz darstellen. Ästhetische Positionen zwischen Adorno, Spielberg und Walser, Köln, Böhlau, 2001.
– José A. Zamora, “Estética del horror. Negatividad y representación después de Auschwitz, en: Isegoría, 23, diciembre 2000, págs. 183-196.
2. Algunas referencias bibliográficas sobre los hechos referidos
De la absolutamente ingente bibliografía sobre el nazismo, mencionaré sólo unos pocos libros que han guiado más directamente la narración de los hechos en el texto.
El ambiente general de la época del nazismo en Alemania, así como las actitudes predominantes entre la población respecto a la barbarie imperante está muy bien reflejado en los siguientes libros, todos bien recientes:
– Chr.R. Browning, Aquellos hombres grises. El Batallón 101 y la Solución Final en Polonia, Barcelona, Edhasa, 2002, trad. de Montse Batista.
– M. Burleigh, El Tercer Reich. Una nueva historia, Madrid, Taurus, 2002, trad.de José Manuel Álvarez Flórez.
– R. Gellately, No sólo Hitler. La Alemania nazi entre la coacción y el consenso, Barcelona, Crítica, 2002.
– D. Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, Madrid, Taurus, 1997.
– E.A. Johnson, El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán, Barcelona, Paidós, 2002.
– C. Vidal, El Holocausto, Madrid, Alianza, 1995.
Sobre los campos de concentración, sus comandantes y personal, su significado económico, la explotación de los prisioneros, etc. pueden verse, entre muchas, las siguientes obras:
– H. Buchheim, etc., Anatomie des SS-Staates, München, Deutscher Taschenbuch Verlag, 7ª ed. 1999 (1ª ed. 1967).
– U. Herbert, K. Orth, Chr. Dieckmann (eds.), Die nationalsozialistischen Konzentrationslager. Entwicklung und Struktur, 2 vols., Göttingen, Wallstein, 1998.
– H. Kaienburg (ed.), Konzentrationslager und deutsche Wirtschaft 1939-1945, Opladen, Leske und Budrich, 1996.
– T. Segev, Soldiers of Evil. The Commandants of the Nazi Concentration Camps, New York, McGraw-Hill, 1988.
– W. Sofsky, Die Ordnung des Terrors: Das Konzentratioslager, , Frankfurt M., Fischer, 1999, 3ª ed.
– J. Kotek, P. Rigoulot, Los campos de la muerte. Cien años de deportación y exterminio, Barcelona, Salvat, 2001 (capítulo 8, págs. 305-484).
De las obras sobre el tratamiento jurídico de la criminalidad nazi cabe destacar las siguientes, también entre muchas:
– B. Just-Dahlmann, H. Just, Die Gehilfen. NS-Verbrechen und die Justiz nach 1945, Frankfurt M., Athenäum, 1988.
– K. Freudiger, Die juristische Aufarbeitung von NS-Verbrechen, Tübingen, Mohr, 2002.
– S. Jung, Die Rechtsprobleme der Nürnberger Prozesse, Tübingen, Mohr, 1992.
– I. Müller, Furchbare Juristen. Die unbewältigte Vergangenheit unserer Justiz, München, Knaur, 1989.
– Redaktion Kritische Justiz (ed.), Die juristische Aufarbeitung des Unrechts-Staats, Baden-Baden, Nomos, 1998.
– A. Rückerl, NS-Verbrechen vor Gericht. Versuch einer Vergangenheitsbewältigung, Heidelberg, C.F.Müller, 1984.
– G. Werle, Th. Wandres, Auschwitz vor Gericht: Völkermord und bundesdeutsche Strafjustiz, München, Beck, 1995.
Con todo, la mejor representación de la vida en los campos nazis y de los trabajos de sus internos puede verse en las memorias noveladas de algunos grandes escritores sobrevivientes. Sin ánimo ninguno de exhaustividad me atrevo a recomendar las obras de Primo Levi (Si esto es un hombre, La tregua), Robert Antelme (La especie humana), Jorge Semprún (Viviré con su nombre, morirá con el mío) e Imre Kertész (Sin destino). Sobre la vida en los ghetos es de suma actualidad, gracias a la película de Polanski, la obra de Wladyslaw Szpilman, El pianista del gueto de Varsovia. Habría que citar también importantes ensayos de Jean Améry o Elie Wiesel, así como algunos fundamentales poemas de Paul Celan. Por último, aunque no de un excautivo, no se puede dejar sin mención la potente reflexión de Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz (Valencia, Pre-Textos, 2000). La lista, por supuesto, podría ser mucho más larga.
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